Guerra de Razas: Sangre Divina

PROLOGO CAPITULO 7: EL HOMBRE DE LA CUEVA

El bosque, envuelto en una densa bruma, era un espectáculo de sombras de los árboles que parecían cobrar vida propia. Cada hoja crujía bajo sus pies mientras avanzaba, y el aire estaba cargado con el olor a humedad y putrefacción, como si la misma tierra exhalará su último aliento. Aquel olor nauseabundo, como una advertencia silenciosa, emergió sin previo aviso desde las profundidades del bosque, anunciando la presencia de la bestia que lo perseguía implacable.

Cada paso que daba parecía resonar en el silencio sepulcral del lugar, como si el bosque mismo estuviera expectante, esperando su destino con avidez. Las ramas retorcidas se alzaban como garras amenazantes, listas para atraparlo si osaba alejarse del camino. El bosque estaba vivo, lleno de susurros inquietantes que jugaban con su cordura, susurros que se desvanecían justo cuando trataba de descifrar su origen.

—¡Déjame en paz! —Sus palabras resonaron con una fuerza desesperada, pero se perdieron en la vastedad del lugar, como un eco fantasmal de su propia angustia.

Cuando finalmente llegó al borde de la cueva, se detuvo por un momento, sintiendo cómo la oscuridad parecía palpitar ante él, como si la cueva misma tuviera vida propia. Un abismo de sombras se abrió ante él, invitándolo a adentrarse en su negrura. Sin embargo, el terror se apoderó de su corazón, ya que sabía que una vez que cruzara esa línea, no habría vuelta atrás.

A ciegas, sin ver más allá de sus propios temores, dio el paso fatídico y se adentró en el interior de la cueva siniestra. Cada paso resonaba en el silencio, como un tamborileo macabro que marcaba su avance hacia lo desconocido. Las paredes parecían cerrarse a su alrededor, como si la cueva fuera un organismo vivo que lo atrapaba en sus fauces.

El eco de sus propios latidos se mezclaba con el sonido de cadenas arrastrándose por el suelo, como si alguien o algo estuviera arrastrando el peso de su propia culpa y desesperación. Su mente estaba en blanco, inmóvil ante la magnitud de lo que estaba enfrentando. En la penumbra, los detalles comenzaban a difuminarse, y todo lo que quedaba era una sensación abrumadora de miedo y desasosiego.

—¡Deja de seguirme! ¡Malévolo monstruo! —gritó una vez más, pero su voz parecía perdida en la vastedad de la cueva, incapaz de encontrar respuesta a su súplica desesperada.

Los susurros inquietantes se intensificaron, convirtiéndose en susurros amenazantes que se filtraban en su mente como espinas punzantes. Sabía que aquella criatura que lo seguía no era humana; era algo más allá de su comprensión, un ser que había emergido de la oscuridad más profunda y ahora se deleitaba con su tormento.

En la agonizante penumbra de la cueva, su terror psicológico alcanzó su punto máximo, desgarrando las fibras más sensibles de su mente. Las sombras parecían moverse a su alrededor, adoptando formas grotescas que se burlaban de su cordura. El aire estaba impregnado de una energía maligna, como si el mismo espacio estuviera saturado de malicia y crueldad.

El hombre se aferró con fuerza al pedernal y el paño, su única fuente de luz y esperanza en aquel abismo oscuro. Intentó encenderlos, pero sus manos temblaban con tal violencia que la llama parecía escabullirse de su alcance, negándole su salvación.

El retumbar de las cadenas parecía acercarse, como un eco ominoso que reverberaba en las paredes de la cueva. Cada paso era una condena susurrante, anunciando el inevitable encuentro con la criatura abominable que lo acechaba. Ya no había lugar para la razón, solo la agonía de saber que estaba perdido en un laberinto de miedo y horror, sin una salida a la vista.

A medida que la criatura se aproximaba, la mente se le llenaba de imágenes grotescas y visiones macabras, fruto de una psique al borde del colapso. La realidad y la fantasía se entrelazaban en una danza infernal, y sus pensamientos se convertían en pesadillas encadenadas a su propia desesperación.

En un último acto de desesperación, alzó el pedernal y el paño una vez más, luchando por encender la llama que podía revelar la verdad oculta en la oscuridad. Pero en lugar de la calidez reconfortante de la luz, lo que emergió fue una luminiscencia pálida y enfermiza, que arrojó sombras aún más inquietantes sobre los rincones de la cueva. Los susurros se intensificaron, transformándose en un coro discordante de voces sibilantes que parecían emanar de todas partes a la vez.

La criatura, oculta en la penumbra, comenzó a emerger lentamente de las sombras, sus contornos deformados y retorcidos. Cada paso que daba resonaba en su mente como una reverberación de su propia angustia. Los ojos de la bestia brillaban con una malevolencia innatural, como agujeros negros que absorbían toda luz y esperanza.

Luchó entonces por mantener la cordura mientras las visiones distorsionadas se multiplicaban. Parpadeantes figuras aberrantes danzaban a su alrededor, insinuando realidades alternativas y horrores cósmicos que estaban más allá de su comprensión humana. El aire se volvió más denso, cargado con una presencia que desafiaba toda lógica y sentido.

El sonido de las cadenas se hizo ensordecedor, una cacofonía de tormento y sufrimiento que perforaba sus oídos y su mente. La bestia estaba cerca, su aliento fétido envolviéndolo en una aura de corrupción y desesperanza. Cada pensamiento, cada emoción, se convirtió en un torbellino de agonía que amenazaba con arrastrarlo a la locura total.

En un último acto de valentía, el sujeto se enfrentó a la criatura con los ojos enrojecidos por el miedo y la determinación. Pero al mirar a los ojos de la bestia, se encontró atrapado en un abismo sin fin, donde las estrellas se retorcían y se desgarraban en formas imposibles. El cosmos mismo parecía mirar a través de esos ojos, recordándole su insignificancia ante las vastedades insondables del universo.




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