Guerra de Razas: Sangre Divina

CAPITULO 7: EL HOMBRE DE LA CUEVA

—Recuerdo muy bien ese día, mi cuerpo me lo recuerda cada día cuando amanece, está claro que en mi morada sin espejos y alejada de toda vida ajena a mí, hay algo que quiero mantener encerrado, el miedo a los umbrales más oscuros de mi memoria, los recuerdos de la historia de este cuerpo, los recuerdos de muerte, el sufrimiento e inclusive las torturas, no significan nada, nada... si se compara con la niebla oscura e indescriptible que atormenta mi alma. Las cicatrices y mutilaciones de mi rostro no son más que un recordatorio perpetuo de lo que perdí en una vida que recuerdo como si hubiese sido vivida ayer. No hay más... —dijo el anciano elevando cada vez más su voz. —Así que no te atrevas a hablarme a mí de lo que crees que estaría bien cuando se trata de desentrañar los atroces sentimientos que yacen en la mente de otro.

Mía se mantuvo en completo silencio, incapaz de decir alguna palabra de persuasión para contrarrestar lo que le había dicho, sin duda el dolor que trasmitió en unas pocas palabras había penetrado en lo más profundo de su psique, no hubo dudas en el momento en que las lágrimas comenzaron a caer a través de su rostro, bajó la cabeza, queriendo cubrir su rostro discretamente con su cabello. Trató de mantener la mente en blanco y Sylas comenzó a respirar hondo tratando de volver a mantener la compostura, hizo una carraspera en su garganta y se limitó a mirar a Mía que yacía cabizbaja.

—Tu compañía silenciosa será más elocuente que cualquier palabra bien intencionada que puedas pronunciar —interrumpió el silencio. —No fui yo, ni nadie que conociese de aquellos tiempos. No fui soldado, no fui guerrero, no fui de la realeza, pero tampoco un mendigo, en mi anterior vida nunca dañé a nadie a voluntad, y de todos modos mira como terminé.

—Lamento lo...

—Sé que puedes sentir el remordimiento que yace detrás de mis palabras —Continuó Sylas, su voz una mezcla de aceptación y resignación. —Pero no busco tu compasión. No culpo a aquellos que ya no están para recibir culpa. Después de trescientos y tantos años, sería insensato envenenar mi mente con el veneno del odio hacia los que ya no pueden causar más daño.

El silencio reinó de nuevo, pero ahora por un momento se sintió diferente. Era el silencio de dos almas compartiendo una conexión profunda, similar a lo que sentía Mía cuando leía las cartas que ahora con seguridad sabe, nunca fueron dirigidas a ella, pero tampoco a alguien más, las intenciones de aquellos escritos eran un enigma del que solo Sylas tenía una respuesta.

—¿A qué te dedicabas? ya sabes, antes de la guerra —preguntó la chica mirando otra vez al hombre.

—Fui un bibliotecario, aunque suene irónico. Estaba a cargo de la biblioteca más grande del país, aunque ahora que lo pienso era la única. Recuerdo aquellos días, gente de todo el mundo y especies de todo tipo se paseaban por mis pasillos cubriendo su mente de lo que yo llamaba "sabiduría", los niños, parece que aun puedo escucharlos dando pasitos apresurados por cada rincón mientras sus padres compartían sus experiencias de lectura conmigo —se quedó en silencio por un segundo, tragó saliva como si quisiese contener las lágrimas y continuó. —En aquellos días de antaño sentía que todo iba bien, una de mis hijas, la menor, debe haber tenido tu edad la primera vez que me dijo que su sueño era viajar por cada rincón del reino y escribir un libro narrando sus aventuras, sabrás que para alguien que tenía a su alcance tantos libros era un número increíble de seres que escribieron exactamente sobre eso, pero era mi hija, y quien era yo para apagar sus sueños. Lo siento, me dejé llevar... —su voz poco a poco había adquirido una suavidad matizada por la nostalgia. La sonrisa dolorida que cruza su rostro es como un eco de la felicidad pasada.

—No tienes que preocuparte —asintió Mía. que fascinada se adentró en la descripción de la biblioteca, visualizando los pasillos interminables que albergaban la "sabiduría" de generaciones. —me gustaría escuchar todo lo que tengas que decir.

—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que hablé con otro ser... —murmura Sylas, revelando la soledad que ha sido su compañera durante siglos.

—Creí que, ya sabes, los de tu país hablaban otro idioma.

—Toda mi vida me maravillé al ver la magnificencia de las otras razas, su cultura, sus extravagantes ropajes, y su escasa ropa en muchos casos, sus historias, su arquitectura... Es como si cada país fuera un mundo completamente diferente a otros. Y hace años, tantos años que no puedo recordar, mi país de origen eran uno solo con el tuyo y un nombre perdido en el tiempo fue compartido por las dos naciones.

—¿Estás diciendo que Akarot y Lamanti eran aliados? ¡Suena increíble! —dijo la chica con entusiasmo y un brillo en sus ojos.

—Te equivocas pequeña. —Aclaró Sylas en un tono seco. —Ambos compartieron un único rey.

—Esto es muy difícil de creer... —Comentó Mía apenas conteniendo la emoción que le daba el conocer mucho más de lo que sabía. Ningún libro o historia contada en Akarot dijo nunca nada de esto.

—Cuando los dioses llegaron a reinar el mundo de los mortales se ocultó todo aquello que condujera a una alianza entre los reinos, aunque claro, la guerra antes de su llegada hizo que no fuese necesario ocultar información, la mayoría de los reinos cayó, al igual que su propia historia.

—¿Cómo es que sabes todo esto? Es imposible que un Lapins viva tanto como para haberlo visto.




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