Guerra de Razas: Sangre Divina

CAPITULO 10: CUANDO MUEREN LAS FLORES

—Debo suponer que tú eres ese tal Dom al que buscan. —Preguntó el soldado escupiendo en dirección a los pies de Hannibal, se acercaba lentamente hacia él.

—¿Qué quieres conmigo? —Preguntó de vuelta Hannibal.

El soldado se quedó en pie frente a ellos, deteniéndose justo frente al joven, a este se le veía cansado producto del combate de hace un rato con la criatura que los acechó en la cueva, el soldado pareció Analizarlos a todos con una mirada de entusiasmo.

—Veo que ya se conocieron con el verdugo de mi superior... ¿Me equivoco?

—Supondré que te refieres al viejo que nos emboscó en la cueva.

—Oh, claro. Debió seguir tu rastro hacia ese inmundo lugar... ¿Cómo es que salieron con vida?

—¿Enviar a un muerto por nosotros fue obra de tu diosa? —Preguntó Hannibal con desdén en sus palabras.

—Fue idea de mi superior, quien insistió a pesar de decirle que sería una pérdida de tiempo.

—¿Qué quieres decir con eso? Un cachorro disfrazado de soldado no lo entiende, pero yo sí. — Dijo Hannibal entendiendo que si enviaron a un ser superior a los soldados fue porque Dom no era un hombre a quien subestimar.

—Ahora que te veo bien... —El soldado lo vio detenidamente. —Definitivamente yo tenía razón. Enviaron al verdugo a matar a un niño. Cuando cualquiera de nuestros hombres pudo haber hecho el trabajo... Tú y tu cabello rizado, con tu espada de juguete y esa cara seria no das miedo, eres un crio débil, eso es lo que me dice el verte.

Hannibal supo que de haber estado en un buen estado físico no hubiese dudado en atacarlo antes de que terminara de hablar, pero algo en el fondo le decía que su cuerpo no hubiese podido responder como él quería. Cabía la posibilidad de perder el combate, y con ello, también le harían daño, o peor, podrían matar a su hermana que se encontraba tras de sí junto a Sylas.

—Si vienes a terminar el trabajo, llévame con tu superior, pero no los toques a ellos.

—Fui enviado para hablar contigo y pedirte en nombre de Sylphid, rey de la batalla, que te vayas conmigo al reino de nuestra venerable Sía. Si vienes, te prometo que no tendremos que correr sangre en este bosque.

Hannibal vio que decía la verdad, he hizo un gesto sigiloso con su mano a Mía, su idea de hacerse pasar por Dom ante el soldado, aunque increíble, había resultado. Mía sujetó con fuerza el brazo de Sylas, pero este ya había sentido otras presencias al acecho, estaban rodeados de soldados.

—Déjalos ir a todos. —Dijo Hannibal. —Una campesina y un viejo decrepito no tienen nada que ver con los asuntos de Sía.

—Tienes razón, solo te llevaré a ti. —Dijo el soldado. —No hay razón para lastimar a dos campesinos. —Se acercó hacia Hannibal lentamente, de entre la armadura sacó una cadena con la que rodeó los brazos del chico, cruzando su pecho y sus brazos, como si de un criminal de poca monta se tratase. —Supongo que será suficiente. —Dijo.

Pero acercándose hacia su cabeza, clavó con prisa una daga envenenada en el brazo de Hannibal, no fue un corte profundo, pero lo inmovilizó al momento y lo hizo caer sobre el hombro de aquel soldado, pero este, moviendo suavemente el pelo del joven liberando sus orejas, susurró a un somnoliento Hannibal.

—Pero si solo es una campesina... no te molestará que mis hombres se diviertan con ella.

No hubo reacción en el rostro de Hannibal, el veneno ya había hecho su trabajo en él. Ni siquiera su mente pudo procesarlo, así fue en cuanto cayó al suelo levantando el polvo a los pies del soldado.

Sylas se vio venir un resultado así, su experiencia le hacía desconfiar de todos, y no quería que Mía resultara herida, así que en cuanto Hannibal cayó, supo que Mía tenía que huir.

—¡Corre! —Dijo Sylas en un grito apagado.

Mía no supo cómo reaccionar, así que Sylas con un empujón hacia los árboles le dio el pie para que corriera. Los soldados salieron corriendo como perros salvajes tras ella y Sylas intentó correr en dirección contraria, pero en cuanto atravesó los árboles, una saeta salió disparada desde una ballesta y le atravesó el hombro haciéndolo caer al instante entre retorcijones.

—Un sucio Lapins viviendo en mi país, eso es algo que no puedo permitir. —Dijo el soldado caminando hacia él.

Se puso de rodillas y sacó una daga de su funda lentamente, giró el cuerpo de Sylas y rozó con suavidad la piel del anciano, este se quejaba por el dolor de la saeta que aun llevaba clavada, mantenía los ojos cerrados, pero, aunque no podía ver, podía sentir como se le escapaba la vida mientras perdía su sangre.

—Deben haber pasado diez o quince años desde que vi por última vez a uno de tu raza, así que supongo que serás el ultimo que vea en mi vida... Voy a disfrutar hablar contigo un poco más.

Mia corría, entretanto sentía las pisadas incesantes tras ella, el chirrido de las armaduras dando pasos acelerados en su búsqueda no iba a cesar. El bosque parecía infinito, y sintió las flechas rozar los árboles que dejaba atrás. Pensó que debería haber al menos una docena de soldados tras ella. Pero su recorrido acabó en cuanto una piedra dio de lleno en su cabeza; la hizo caer, la hizo arrastrarse por el piso cubierto de hojas e intentó ponerse de pie en el acto, sin embargo, sus intentos fueron nulos. Pronto se vio rodeada de miradas perversas que comenzaron a acercarse hasta ella. Primero un golpe con tal fuerza en la frente que le hizo rebotar la misma en el suelo, como pudo devolvió el golpe dando patadas desesperadas, pero otro golpe en el estómago acompañado de más, la hizo retorcerse hasta quedar sin aliento; solo ahí, cuando apenas respondía a sus agresores entre gritos mudos decidieron que era momento de dar el siguiente paso.




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