Dom permanecía desconcertado en el gran salón, sus ojos entrecerrados luchaban por acostumbrarse al resplandor radiante que emanaba del trono ante él. Era un espectáculo de luz y lujos, un asiento que parecía albergar la luminosidad de mil soles. El trono, tallado con delicadeza y engastado con gemas que destellaban como estrellas, se erguía en el centro de la estancia, destacando aún más en contraste con las paredes de mármol blanco y las columnas adornadas con intrincadas filigranas doradas.
—Cuánto tiempo ha pasado, Dom. —Resonó la voz de Sía en la vasta cámara, llevando consigo un tono entre la nostalgia y la inquietud que hizo que a Dom le recorriera un escalofrío por la espalda, como si una brisa gélida hubiera descendido desde el techo abovedado.
—¿Quién eres? —La voz de Dom vaciló al formular la pregunta, su mente se apresuró a situar aquel rostro que le resultaba tan desconocido como inquietantemente íntimo. —¿Por qué te diriges a mí por mi nombre?
La mirada de Sía pasó de Dom a la figura que tenía al lado, Sylphid, cuya presencia era tan enigmática como la propia situación. Sus ojos se clavaron en él con una intensidad que ocultaba una historia, una conexión que Dom no podía descifrar. Era una mirada que no desprendía calidez, sino que era aguda y penetrante, una frialdad que parecía rivalizar con el invierno más helado que uno pudiera imaginar.
—¿No me recuerda? —Le preguntó Sía a Sylphid con un matiz de consternación. Luego, alzando la voz más de lo habitual. —¿¡Por qué!? ¿No me digas que otra vez ocurrió la misma historia, Sylphid?
—¿De qué estás hablando? ¿Acaso tienes idea de quién soy? Si es así, dímelo ahora. —Dijo Dom con un dejo de molestia, su mirada alternando entre Sía y Sylphid.
Sylphid percibió de inmediato el acrecentamiento de la tensión en el ambiente, una electricidad invisible que palpaba en el aire y que podría llegar a erizar el vello de los presentes. Los soldados, armados con espadas, lanzas, ballestas y escudos mantenían las miradas alertas, esperaban con una mezcla de nerviosismo y determinación, conscientes de que cualquier paso en falso podría desencadenar un conflicto impredecible en aquel salón repleto de misterio y Dom por un momento no supo a qué se debía.
—Dom, te he buscado durante mucho tiempo —la voz de Sía resonó como un susurro inquietante, rompiendo el silencio con una cadencia que parecía sacada de antiguas profecías. —He recorrido senderos incontables para guiarte de vuelta a este reino, tu hogar... Cual hijo perdido que vuelve a casa de sus padres algún día... aunque no soy precisamente tu madre, si eso es lo que te preguntas.
—¿Quién eres? —inquirió Dom, su tono firme pero cargado de intriga y una leve tensión, sus ojos escudriñando el rostro de Sía, tratando de descifrar el enigma que parecía esconder cada palabra y gesto de aquella figura enigmática.
—Veo que tu enfermedad no te permite retener los recuerdos ni siquiera de tu amada —susurró Sía, mientras la luz que la envolvía parecía parpadear con la intensidad de sus emociones. —Soy la gobernante de Dior, una Diosa que descendió de los cielos para detener una ola de calamidades que azotó el mundo hace ya muchos años... Y tú, eres el hombre que estuvo siempre conmigo desde entonces, el único que pudo alguna vez robar mi corazón y alma divina. Eres Dominic Dominus, quien fue mi fiel compañero en esta travesía, la única persona que he llegado a amar en mi vida terrenal.
Las revelaciones dejaron a todos atónitos, siendo aclaraciones jamás anticipadas por ninguno. La figura de Sía, usualmente imperturbable, parecía casi envuelta en lágrimas e incluso Sylphid dudaba si lo expresado por Sía era real o simplemente otra artimaña de sus intrincados engaños habituales, una habilidad que Sía había perfeccionado con el tiempo.
—¿Es necesario tomar tales medidas? —respondió Dom, su tono de voz frío y distante. —Tus ojos, aun envueltos en lágrimas, mienten. Puedo vislumbrar cada sombra de mentira detrás de tus palabras.
La reacción de Sía fue de perplejidad, inclusive ella supo que no estaba mintiendo del todo.
—Pero habiendo pasado todo lo que pasó, no tengo más remedio que escuchar lo que tengas que decir —continuó Dom, con un gesto sutil, jugueteando con la empuñadura de su espada entre sus dedos. —Empieza a hablar, Sía, Diosa de Dior... Jamás había escuchado sobre ti, y menos aún rezado en tu nombre alguna vez. La única diosa que alguna vez estuvo cerca en espíritu fue Diletta. Y no porque quisiera.
Sía se mantuvo rígida en su trono resplandeciente, pálida y apagada, como si las palabras de Dom hubieran borrado un fragmento de su esencia. Sin embargo, no mostró miedo, al menos no ante las palabras de Dom. Eran sus ojos grises, unas pupilas tan oscuras que parecían devorarla desde dentro, casi adentrándose en lo más profundo de su alma divina.
—¿Qué es lo que me pides? —replicó Sía, con un susurro cargado de una fragilidad sorprendente. —Ya te he dicho la verdad sobre nosotros.
—Primero quiero saber la razón del por qué me tienes miedo... Y, me vas a contar todo lo que sepas de la guerra. Solo eso pido. Pero, si descubro otra mentira en tus palabras me iré. —Dom soltó la empuñadura en gesto de calma. —Y los dioses saben que ni siquiera ellos podrían detenerme.
Sía, bajo la mirada escrutadora de Dom, asintió lentamente, una mezcla de resignación y determinación marcando sus gestos. Emitió una señal a sus hombres, y uno a uno se retiraron, dejando el salón del trono en un silencio tenso, salvo por la presencia de Sylphid, quien, aunque reticente, gradualmente relajó su postura, liberando la empuñadura de su mandoble y relajando los músculos bajo su armadura.