Las ondas de luz iluminaron el vasto bosque otoñal, y el rocío de la humedad de la noche anterior se elevó en el aire en forma de vapor debido al creciente calor.
—¿Mía? —Dijo Hannibal, sentado en las hojas junto a la chica.
A pesar de las llamadas, Mía seguía profundamente dormida, acurrucada entre hojas y una manta de piel de animal. Aunque quisiera responder, no se atrevía a poner fin a su plácido sueño. La expresión de Hannibal seguía siendo seria mientras observaba el bosque, aún dolorido por la herida del hombro que no parecía querer curarse del todo. La sangre de los sucesos del día anterior era invisible, al igual que cualquier huella o persona aparte de ellos mismos. Al salir el sol, Sylphid y los soldados que le acompañaban se habían marchado, pero también Sylas. La ausencia del anciano que había estado al lado de Mía mientras ésta había estado inconsciente les hizo sentir como si lo que acababan de vivir no fuera más que una pesadilla, siendo el único indicio de su realidad el persistente dolor en el hombro de Hannibal y el olor a muerte del que había sido soldado, Sir Loudres.
Al observar que Mía seguía sin responder, no tuvo más remedio que cargar con ella. Sus ojos mostraban una expresión de rabia, pues sabía que Dom no había llegado y, aunque lo hubiera hecho, los soldados de Sía ya le habrían encontrado. Por lo que creyó que sus esfuerzos hasta ese momento habían sido en vano. Estaba seguro de ello.
El viaje de dos días había dejado a Hannibal exhausto, pero no era de los que se rendían, pensaba cualquiera que lo conociera. Llevaba a Mia a la espalda, y aun así dormía profundamente, igual que un bebé. Era extraño, sí, pero después del peligro que habían corrido cuando los soldados les tendieron una emboscada, lo único que sentía era gratitud por que su hermana estuviera sana y salva. Sin embargo, desde que salieron de casa, no había bebido ni una gota de sangre, y combinado con el sol abrasador que hacía que su cuerpo se cansara más rápido, hubo momentos en los que pensó que no podría continuar. Finalmente, llegó a la plaza de Gazzak, Pero, aunque estaba al límite de su capacidad física y vio un carruaje de alquiler que los llevaría al castillo por un precio, la culpa y la frustración acumuladas durante el viaje no le permitieron detenerse; así que siguió adelante, soportando el agotamiento y el hambre que poco a poco le invadían.
Caminó a través de los árboles, ya a sus espaldas no se veía el pueblo, solo el bosque y el descuidado camino que daba lugar a la entrada de sus dominios, entonces un alivio se presentó en él, había visto su hogar ya cerca y Clarissa salió en su ayuda apenas lo vio. Pero Hannibal no dijo palabra alguna y haciendo caso omiso de su hermana se adentró al interior de su hogar, dejó a Mía sobre el sillón de cuero con cuidado y lentamente, mientras tamaleaba, caminó a su habitación y cerró la puerta tras de sí, dándole a entender a una Clarissa preocupada y a sus sirvientes que su misión había sido un total fracaso.
Mía abrió los ojos apenas tres días después de haber llegado, los tratamientos de Clarissa no arrojaban nada fuera de lo normal, solo había dormido por un par de días y al despertar solo preguntó por su hermano, quien no había salido de la habitación desde el día que llegó, no decía nada ni se acercaba a la puerta aun cuando Mía y la servidumbre trataban de ser atendidos por él. Algo extraño pasaba con él, y hasta donde sabían las hermanas y su propio mozo, tampoco había comido ni bebido nada.
No cambió la situación y Mía no sabía nada de lo ocurrido. Clarissa estaba inquieta todo el tiempo, pero trataba de ocultar su descontento en cuanto chocaba miradas con Mía, pero ella lo notó. Sabía que algo le ocultaban, pero Clarissa al ver que su hermana había perdido su elocuencia natural nunca pensó en preguntarle por lo que había pasado. El castillo se había vuelto más silencioso que de costumbre y Mía optó por confinarse al igual que su hermano, volviendo a la biblioteca familiar. No fue hasta que un hombre al que sólo conocían de vista llegó a la mansión, preguntando por el señor del castillo y presentándose como Sir Justas, un mercader o comerciante al que Hannibal recibía en su casa todos los meses sin falta, cuando Clarissa y Mia se encontraron con él. Hannibal se percató de la presencia de su hermana, como ya era costumbre, pero al sentir el olor del hombre en ella, abrió la puerta antes de que pudiera llamar. Mia fue incapaz de decir nada al verle. El joven, antaño serio y elegante, estaba ante ella vestido con harapos y suciedad, habiendo perdido por completo la elegancia de la que siempre había hecho gala ante los demás. Sin embargo, lo que la dejó boquiabierta no fue su pelo revuelto ni la suciedad visible, ni siquiera su expresión carente de emoción y la sangre que le cubría la camisa, la barbilla y los labios. Fue más bien cuando se dio cuenta de que había mutilado su propio cuerpo para alimentarse. Tenía los dedos descoloridos, de un tono rojizo-púrpura, y le faltaban la mayoría de las uñas. Tenía el cuello desgarrado hasta el punto de que, incluso como vampiro, las cicatrices no desaparecían. Los ojos de Mia parecían querer gritar una mezcla de dolor y miedo, pero permaneció allí, congelada por el horror mientras su hermano bajaba lentamente las escaleras.
Cuando llegó a la puerta, vio al hombre que ya había entablado conversación con Clarissa, y tuvo la misma reacción que Mia. Sin embargo, Clarissa no era alguien que perdiera la compostura, así que se limitó a preguntar, ocultando su rostro preocupado.
—¿Qué crees que estás haciendo?
—Cuanto tiempo... Sir Justas. Tenías que llegar esta mañana. —Dijo Hannibal ignorando por completo a Clarissa.