Las caravanas llegaron, una tras otra. El Dios Adonis por alguna razón venía a la cabeza de ellas, su sequito real compuesto por cuatro carretas, más grandes que cualquieras a la vista y cada una de las cuatro más grandes que la anterior. La última de ellas, tiradas por una docena de caballos, un edificio de tres plantas de altura, adornada con flores rojas como la sangre por todo su contorno, el colectivo humano que vio aquella opulencia se preguntaba por qué se abrían paso innumerables carromatos por el reino, pero, la pregunta mayor fue el cómo entrarían por las calles aquellas bestias. Pronto se dieron cuenta del verdadero número que se aproximaba a la capital, un sin número de soldados haciendo un desfile con sus armaduras doradas portando lanzas y espadas; y una sola carreta tirada por un caballo gigante, colores negros y grises, y patas casi tan grandes como las columnas de una casa. Había miedo en la gente y los niños se maravillaron al ver la grandeza de la criatura. Pero todo pasó cuando a la cabeza del gran ejército, una figura asomó como por arte de magia en un trono sobre la carreta, una figura más alta que Sía y con un rostro sin duda más hermoso. Vestía ropajes grises, un vestido tan grande que casi tocaba las piernas del caballo que la tiraba, en su cabeza portaba una corona cristalina pero opaca, pequeña a comparación a las de otros dioses, pero tan simple y bella que parecía deslumbrar sobre todo el que la rodeaba.
Portaba una espada entre sus manos, espada que en la vaina tenía el escudo del reino al que pertenecía, no hubo dudas entonces, se trataba de Diletta, Diosa y gobernante del reino de ... junto a su ejército de más de tres mil soldados, entre los que no solo habían humanos; elfos con sus grandes arcos al final de la fila, humanos con sus espadas luego de ellos, vampiros que apenas eran un centenar portando lanzas, y a la cabeza, una raza desconocida que portaba grandes escudos y dagas en sus ropajes. La razón por la que era desconocida para todo el que los viera era simple, estaban tan encorvados por el peso de los escudos y metales que los cubrían que no parecían tener forma humanoide.
Cuando llegaron a la entrada del castillo, los soldados de Sía situaron los carromatos de Adonis en el lado izquierdo y al centro el carromato de Diletta y detrás su ejército. Los últimos en llegar al lugar fueron el sequito de la Diosa Gabetta, otro ejercito menos numeroso y compuesto solo de humanos portando armaduras grises y espadas al lado derecho. Pero, un espacio vacío quedó a vista de todos, uno que correspondía al último de los dioses, del cual tampoco esperaban su llegada.
Adonis descendió de su estancia, un hombre alto y delgado, vestido con finos trajes dorados y rojizos, un cinturón de ceda situado en la cadera del Dios, uno que sujetaba y unía la tela que tenía en la parte superior con el pantalón delgado.
Junto a él, y como ya había previsto Sir Anton, descendieron también dos mujeres de blanca piel y finas cedas que cubrían a duras penas sus zonas más íntimas, vestían de un color carmín luminoso y entonces no hubo dudas, eran las dos esposas de Adonis, las dos humanas videntes, Lady Leyla y Lady Alma, ambas descendientes del antiguo rey de Alvernia.
Gabetta también descendió de su carruaje, pero no había opulencia en ella, se tenía a sí misma como una guerra, un soldado del cielo y por ello no se le había visto nunca con un vestido o finas cedas. Tenía un pelo corto, una melena que no tocaba la armadura negra que portaba. Se puso de pie frente a la gran puerta dorada, a unos metros al lado de Adonis.
La última en bajar fue Diletta, la cual no movió un musculo ya que sus soldados bajaron el trono en que se encontraba y la acomodaron suavemente en medio de los otros dioses. Diletta no los miró en absoluto, era como si no estuvieran allí.
—¡Cuánto tiempo! —Exclamó Adonis casi con un grito. —Estás más hermosa que nunca... Gabetta.
Sus esposas no reaccionaron ante sus palabras.
—Aunque claro, tú, Diletta, no estás nada mal.
—Y tú sigues siendo tan bocón como siempre, Adonis. —Contestó Diletta.
—Así que sí tienes boca después de todo, vieja compañera. —Dijo Adonis en un intento de sacarla de sus casillas.
—¿Vieja? —Diletta arrojó una mirada cargada de furia al Dios. —Mi rostro sigue igual que siempre, ¿Pero tú? tienes dos esposas y por lo que sé, ya no disfrutas de la compañía romántica de ninguna de ellas. ¿No es así? O es que tu pequeño amigo ya no hace su trabajo. —Afirmó levantando su meñique y doblándolo a gesto de burla.
Adonis enfureció por dentro, pero no lo dejó ver. Gabetta no prestó atención en absoluto a ninguno de los dos.
—De todos modos. —Dijo Adonis. —Ya que usas tus poderes para espiarme, ¿Quién más que tú podrías decirnos donde está el faltante? Dudo que no se le haya invitado a este lugar tan acogedor. Así que dinos, ¿Dónde está Gaél?
—No tengo idea. —Contestó la diosa. —No soy cuidadora suya.
—Dudo que la gran Diletta se haya mantenido al margen en la organización de esta reunión. —Dijo Adonis, mirándola directamente. —No te creo que no sepas.
Diletta mantuvo el silencio.
—Ahora que lo pienso, en la última reunión tampoco estuvo presente, ¿No será que nos guarda rencor por lo de la última vez? —Preguntó Adonis.
—Arrancaste uno de sus ojos, Adonis. —Respondió Diletta con una mirada fría. —Iniciaste una pelea con todos durante la cena por tratar de meterte con su mujer, y no es la única razón por la que se me ocurre que no se quiere presentar.