Mi esposo Thomas siempre fue un hombre equilibrado. Ingeniero de profesión antes de su llamado misionero, con una mente que resolvía problemas mediante lógica y paciencia. En doce años de matrimonio nunca alzó la voz, nunca perdió los estribos, nunca dudó de mí.
Hasta Nguvu.
Llegamos en julio, durante la estación seca. La aldea era más grande que otras asignaciones: casi trescientas personas, con un mercado semanal y una escuela precaria de dos aulas. El jefe Kakumba nos recibió con formalidad cortés pero distante. Su esposa principal, Mama Zawadi, me observó con ojos que parecían pesar cada centímetro de mi cuerpo.
—Mundele —me dijo— eres pequeña. Delgada. ¿Cómo parirás hijos fuertes aquí?
—No hemos sido bendecidos con niños aún —respondí—. Pero servimos al Señor de otras maneras.
—Hmm. Los ancestros saben cuándo una mujer está completa y cuándo está... vacía.
Thomas me apretó la mano. No dijo nada, pero vi el tic en su mandíbula que aparecía cuando se contenía.
Las primeras semanas fueron rutinarias. Yo enseñaba costura y alfabetización a las mujeres. Thomas reparaba el sistema de agua y predicaba los domingos. Dormíamos en una choza con techo de paja que dejaba entrar el canto de los grillos. Hacíamos el amor los jueves, como siempre, con la eficiencia tranquila de un matrimonio largo y cómodo.
Todo normal.
Hasta la noche que Thomas me despertó a las tres de la mañana.
—Ruth. —Su voz temblaba—. ¿Dónde estabas?
—¿Qué? Estoy aquí. He estado durmiendo.
—No. Te vi. Hace veinte minutos. Saliste de la choza.
Me incorporé, confundida.
—Thomas, estaba soñando. No he salido.
—Te vi. Llevabas tu vestido azul. El que usaste hoy. Caminabas hacia la aldea.
—Debes haber soñado tú.
—No. —Se puso de pie, caminando hacia la puerta—. Te seguí hasta el borde de la plaza. Luego desapareciste entre las chozas. Cuando regresé, estabas aquí, en la cama, como si nunca te hubieras movido.
Lo miré a la luz débil de la luna que entraba por la ventana. Su cara estaba pálida, sudorosa.
—Thomas, estás exhausto. Has estado trabajando demasiado con el sistema de agua. Fue una alucinación hipnagógica. Es común cuando—
—No era una alucinación. Eras tú. Caminabas exactamente como tú. Con tu forma de inclinar la cabeza cuando piensas. Con tu paso.
Le toqué la frente. Estaba fría.
—Ven, acuéstate. Solo fue una pesadilla.
Se acostó, pero no durmió. Sentí sus ojos abiertos en la oscuridad, vigilantes.
La segunda vez fue tres noches después.
Esta vez me despertó gritando.
—¡Ruth! ¡RUTH! ¿Qué estabas haciendo?
—¿Haciendo dónde? Thomas, estoy aquí—
—¡En la plaza! Con los hombres. Bailando. Vi tu vestido. Tu cabello. Estabas... estabas...
Su cara se contorsionó con algo que nunca había visto en él: asco puro.
—¿Estaba qué?
—Bailando de manera... obscena. Tocándote. Dejando que ellos te tocaran. Y cuando te llamé, volteaste. Me miraste. Y sonreíste. Ruth, sonreíste como si no me reconocieras. Como si yo fuera un extraño.
Me senté, completamente despierta ahora.
—Thomas, escúchame. No he salido de esta choza. He estado aquí toda la noche. Contigo.
—Entonces tengo un tumor cerebral. Estoy teniendo alucinaciones visuales complejas y consistentes. Necesito evacuación médica.
—O estás bajo estrés extremo. El calor, la adaptación cultural, las presiones del ministerio—
—¡O alguien está pretendiendo ser tú!
El silencio que siguió fue denso.
—¿Quién haría eso? ¿Y cómo?
—No lo sé. Pero voy a averiguarlo.
A la noche siguiente, Thomas no se acostó. Se sentó en la entrada de la choza con una linterna, vigilando. Yo intenté quedarme despierta con él, pero el agotamiento me venció cerca de la medianoche.
Me desperté con Thomas sacudiéndome, su aliento agitado.
—La vi de nuevo. Salió de nuestra choza. De esta choza, Ruth. Mientras tú dormías. Caminó directamente a través de la puerta como si... como si...
—¿Como si qué?
—Como si fuera humo. La puerta estaba cerrada. No la abrió. Simplemente pasó a través.
Se sentó en el suelo, con la cabeza entre las manos.
—Me estoy volviendo loco. O hay algo aquí que está tratando de volverme loco.
A la mañana siguiente, fui a ver a Mama Zawadi. La encontré moliendo mijo con otras mujeres.
—Mama, necesito consejo.
Ella no dejó de moler.
—¿Sobre qué, mundele pequeña?
—Mi esposo está... viendo cosas. Dice que me ve salir de noche cuando yo estoy durmiendo.
Las otras mujeres intercambiaron miradas. Una de ellas se rió suavemente.
—Los hombres siempre ven cosas —dijo Mama Zawadi—. Especialmente cuando sus esposas no les dan hijos.
—¿Qué significa eso?
—Significa que un hombre sin hijos es un hombre incompleto. Su espíritu busca llenar el vacío. A veces ve lo que desea. A veces ve lo que teme.
—Thomas no desea ni teme verme bailando en la plaza.
Mama Zawadi finalmente dejó de moler y me miró directamente.
—¿Estás segura de eso? ¿Segura de que no desea ver una versión de ti que es... diferente? ¿Más salvaje? ¿Más completa?
—Mi esposo me ama como soy.
—El amor de los hombres es extraño. Aman lo que tienen, pero sueñan con lo que no tienen. Quizás los ancestros le están mostrando la verdad de sus sueños.
Volví a la choza sintiéndome peor que antes.
Esa noche, Thomas instaló un espejo frente a nuestra cama.
—Si sales, te verás en el espejo. Si eres tú, te despertarás al verte. Si es... otra cosa, necesito documentarlo.
—Thomas, esto es ridículo.
—Humor me. Por favor.
Me acosté, incómoda con el espejo reflejando nuestra cama. Me quedé dormida mirando mi propia cara en el vidrio.
Me desperté con Thomas aullando.
—¡ESTÁ EN EL ESPEJO! ¡RUTH, ESTÁ EN EL ESPEJO!
Miré. Vi mi reflejo normal, acostada en la cama, confundida y asustada.