Llegamos a Kitoko un martes de marzo. Recuerdo la fecha porque era el cumpleaños de Sarah, mi esposa, y le prometí que este sería nuestro regalo mutuo: servir al Señor en los confines de la tierra. El vuelo a Kinshasa, luego el autobús destartalado, después tres días en canoa por el río Lomami. Cuando finalmente pisamos la orilla embarrada de Kitoko, Sarah me apretó la mano con fuerza.
—Es perfecto, Caleb. Aquí haremos la obra.
El jefe Mbuyi nos recibió con una sonrisa amplia que no alcanzaba sus ojos. Alto, con cicatrices rituales en las mejillas como escritura en un idioma que yo no sabía leer. Nos ofreció la choza más grande del poblado, justo frente al árbol sagrado que llamaban mulemba. Sarah quiso rechazarla por respeto, pero yo insistí. Teníamos que establecer autoridad espiritual desde el principio.
Los primeros días fueron como un sueño. Los niños nos seguían cantando canciones que no entendíamos. Las mujeres traían yuca y pescado ahumado. El jefe Mbuyi asistía a nuestros cultos vespertinos bajo el mulemba, traduciendo cada palabra al kikongo con voz grave y pausada. Sarah enseñaba higiene básica a las madres. Yo construía letrinas y hablaba del agua viva que nunca se agota.
La primera señal llegó al decimoquinto día.
Fue durante el culto del domingo. Yo predicaba sobre el maná en el desierto cuando noté que Mbuyi traducía mucho más de lo que yo decía. Sus frases eran largas, sinuosas, y los aldeanos asentían con una intensidad extraña. Cuando terminé, una anciana con los ojos blancos por cataratas se acercó arrastrando los pies.
—Mundele —me llamó. Hombre blanco—. ¿Trajiste el maná que prometes?
—El maná espiritual, madre. El pan de vida que es Cristo.
Ella escupió en el suelo.
—Los espíritus no llenan barrigas.