Mi esposo Thomas siempre fue un hombre equilibrado. Ingeniero de profesión antes de su llamado misionero, con una mente que resolvía problemas mediante lógica y paciencia. En doce años de matrimonio nunca alzó la voz, nunca perdió los estribos, nunca dudó de mí.
Hasta Nguvu.
Llegamos en julio, durante la estación seca. La aldea era más grande que otras asignaciones: casi trescientas personas, con un mercado semanal y una escuela precaria de dos aulas. El jefe Kakumba nos recibió con formalidad cortés pero distante. El esposa principal, Mama Zawadi, me observó con ojos que parecían pesar cada centímetro de mi cuerpo.
—Mundele —me dijo— eres pequeña. Delgada. ¿Cómo parirás hijos fuertes aquí?
—No hemos sido bendecidos con niños aún —respondí—. Pero servimos al Señor de otras maneras.
—Hmm. Los ancestros saben cuándo una mujer está completa y cuándo está... vacía.
Thomas me apretó la mano. No dijo nada, pero vi el tic en su mandíbula que aparecía cuando se contenía.
Las primeras semanas fueron rutinarias. Yo enseñaba costura y alfabetización a las mujeres. Thomas reparaba el sistema de agua y predicaba los domingos. Dormíamos en una choza con techo de paja que dejaba entrar el canto de los grillos. Hacíamos el amor los jueves, como siempre, con la eficiencia tranquila de un matrimonio largo y cómodo.
Todo normal.