Mi padre era predicador bautista en Alabama. Mi abuelo también. Crecí con dos convicciones tatuadas en el alma: primera, la Biblia es infalible y literal; segunda, no confíes en nadie que no haya nacido de nuevo.
Suena duro. Lo sé. Pero esa desconfianza me ha mantenido vivo en Busanga durante siete meses mientras otros misioneros caen o huyen. Porque yo no como su comida sin bendecirla tres veces. No acepto regalos sin examinarlos. No dejo que nadie—nadie—toque mis objetos sagrados sin supervisión.
La esposa Rachel piensa que soy paranoico. Los nuevos misioneros que llegaron hace dos meses, hermano Marcus y hermana Joy, piensan que soy inflexible. Pero estamos ganando. Y cuando digo ganando, digo que hemos bautizado a cuarenta y dos conversos genuinos en siete meses, mientras las aldeas vecinas expulsan a sus misioneros.
¿La diferencia? Vigilancia.
El jefe Kibwe me odia. Lo veo en cómo aprieta la mandíbula cuando predico. Su hechicero, un hombre retorcido llamado Ngozi, me mira con ojos que prometen violencia espiritual. Pero no pueden tocarme. Porque yo no les doy entrada.
Todo comenzó la segunda semana.
Kibwe ofreció un festín de bienvenida. Cabra asada, yuca, cerveza de mijo. Rachel quería aceptar.
—Aaron, es descortés rechazar hospitalidad.
—También es peligroso aceptar comida de manos paganas sin discernimiento.
—¿Piensas que la van a envenenar?
—Peor. La van a dedicar a sus demonios. Cada bocado será pacto involuntario.
Asistimos al festín. Pero llevé mi propia comida. Pan sin levadura que Rachel horneó. Agua embotellada que traje desde la ciudad. Kibwe notó.
—Hermano Aaron, ¿mi comida no es buena?
—Tu comida es excelente. Pero mi estómago extranjero no tolera cambios súbitos. Es precaución médica, no insulto.
Mentí. Pero mentira justificada. Pablo dijo "sed sabios como serpientes". Yo soy una serpiente muy sabia.