La ceremonia comenzó al anochecer bajo el mulemba. Encendieron una hoguera gigante que arrojaba sombras danzantes sobre las chozas. Trajeron tambores que latían como corazones enfermos. Mbuyi vestía un taparrabos de piel de leopardo y un tocado de plumas rojas. Ya no parecía el hombre que traducía el Evangelio de Juan.
—Siéntate aquí, Caleb.
Me ubicaron en un taburete bajo, frente al fuego. Los aldeanos formaron un círculo. Sarah intentó acercarse, pero dos mujeres la detuvieron con suavidad.
—Esto es para el que trajo la comida —dijo Mbuyi.
Sacaron un chivo. Blanco, con cuernos retorcidos. Lo degollaron sobre una calabaza tallada y la sangre borboteó negra a la luz del fuego. Mbuyi mojó sus dedos en ella y trazó líneas en mi frente.
—Los ancestros beben primero.
Sentí la sangre tibia escurrir por mis sienes. Mi estómago se revolvió, pero me mantuve quieto. Es solo sangre, me dije. En el Antiguo Testamento había sacrificios. No es brujería si no lo acepto en mi corazón.
Pero no terminó ahí.
Mbuyi comenzó a cantar en una lengua más antigua que el kikongo. Los tambores aceleraron. Trajeron la calabaza con sangre y la pusieron frente a mí.
—Bebe, hermano Caleb. Muestra que la comida que trajiste es buena. Que no tienes veneno en tu corazón.
—No puedo beber sangre. Es contra mi fe.
—¿Tu fe? —Mbuyi se inclinó, su rostro a centímetros del mío—. ¿Tu Jesús no dijo "beban mi sangre"? Aquí, bebemos la sangre del pacto. Tú y Kitoko ahora son uno.
Los aldeanos murmuraban. Escuché la voz de Sarah gritando mi nombre, pero sonaba lejana, bajo el agua. Un niño con costillas salientes me miraba desde el círculo, con ojos que ya conocían la muerte.
Bebí.
La sangre era salada, metálica, viva. Vomité inmediatamente, y los aldeanos rieron. No con crueldad, sino con alivio. Mbuyi me palmeó la espalda.
—Ahora sí. Ahora la comida es nuestra.
Distribuyeron los sacos esa noche. Sarah no me habló mientras caminábamos de regreso a la choza. Se acostó dándome la espalda.