Ayer, llegó otro envío: vacunas para los niños. Mbuyi vino a verme antes del anochecer.
—Esta vez será diferente, Caleb.
—¿Qué quieres?
—Las medicinas del mundele son poderosas. Para que funcionen, necesitamos equilibrio. Debes dar algo más grande.
—Ya he dado suficiente.
—No. Has dado objetos, tiempo, dignidad pequeña. Ahora necesitamos tu sangre. No para beber. Para mezclar con la tierra bajo el mulemba. Tu sangre blanca con nuestra tierra negra. Así las vacunas no matarán a nuestros niños con espíritus extranjeros.
—Eso es locura.
—¿Locura? Tres aldeas al norte aceptaron vacunas del gobierno. Sin ritual. Sin respeto. Ahora tienen niños que convulsionan y ven demonios. ¿Quieres eso para Kitoko?
Sarah me suplicó que nos fuéramos. Empacó nuestras cosas mientras yo me quedaba sentado en la choza, mirando las sombras crecer. Pero no hay lanchas hasta la próxima luna. Y los niños me miran con esos ojos que preguntan: ¿Nos salvarás, hermano Caleb?
Esta noche es la ceremonia. Mbuyi dice que solo necesita una calabaza de mi sangre. Que no dolerá si creo en los ancestros. Que después, finalmente seré verdaderamente parte de Kitoko.
Sarah está en la esquina, llorando sobre su Biblia. Afuera, los tambores ya comenzaron. Puedo ver el fuego creciendo bajo el mulemba, y las siluetas bailando alrededor como jeroglíficos vivientes.
Mbuyi acaba de entrar. Trae un cuchillo con mango de hueso.
—Es hora, hermano Caleb. ¿Vienes por voluntad propia, o debo decirle a la aldea que prefieres que sus niños mueran?
Miro el cuchillo. Miro a Sarah. Miro mis manos, todavía manchadas con tierra del cementerio de la última ceremonia.
Ya no sé qué responder cuando me preguntan quién soy.
Los tambores suenan más fuerte.
Mbuyi extiende su mano.
Y yo—
[Fin del manuscrito encontrado en la choza abandonada. La pareja misionera Caleb y Sarah fueron reportados como desaparecidos seis semanas después. La aldea de Kitoko niega haberlos conocido.]