Durante los primeros cuatro meses, nadie murió. Tumbala era aldea joven, saludable. Isaac y yo establecimos cultos, enseñamos agricultura mejorada, atendimos necesidades médicas básicas. Todo iba bien.
Entonces, en febrero, el anciano Tendaji murió.
Tenía noventa y tres años. Muerte natural, esperada. Pero su funeral transformó la aldea completamente.
Al amanecer del día de su muerte, los tambores tocaron un patrón lento y profundo. Todos los aldeanos dejaron sus actividades. Se sentaron en silencio. Algunos lloraban. Otros solo miraban al vacío.
Una mujer joven—Zuri, del comité de bienvenida—vino a nuestra choza.
—El anciano Tendaji ha partido. Ahora comenzamos el luto de tres días. Ustedes también deben participar.
—Por supuesto —dijo Isaac—. Presentaremos nuestros respetos.
—No solo respetos. Participación completa. Tres días sin hablar excepto oraciones. Siete días comiendo solo una comida al día. Treinta días sin predicar, sin cantar, sin alegría.
El Desafío de Isaac
—Treinta días sin predicar... —Isaac frunció el ceño—. Eso es casi todo un mes de misión perdida.
—¿Perdida? —Zuri lo miró fríamente—. ¿Honrar a un ancestro es pérdida para ustedes?
—No es eso. Es solo que... nuestro trabajo es urgente. Las almas necesitan—
—Las almas pueden esperar. Los muertos no.
Se fue antes de que pudiéramos responder.
Isaac me miró.
—Esther, no podemos parar la misión por un mes cada vez que alguien muere. ¿Y si mueren tres personas en un año? ¿Tres meses sin ministerio?
—Es su cultura. Mukasa nos advirtió.
—Las culturas pueden ser respetadas sin ser obedecidas ciegamente.
Participamos en el velorio. Tres días sentados con los aldeanos, guardando silencio ritual, comiendo la comida ceremonial—plátano hervido sin sal, agua tibia, nada más. Fue difícil, pero soportable.
Al cuarto día, Isaac retomó los cultos.
Solo vinieron dos personas. El resto de la aldea continuaba en luto.
Al quinto día, nadie vino. Isaac predicó a bancas vacías.