Guía Práctica para Convertirse en Cazadora

1. Acostumbrate a la soledad

La clase de matemáticas avanzaba lenta y aburrida, como siempre. Los alumnos permanecían en sus propios mundos mientras la profesora pretendía explicar un nuevo tema. Darla observaba cómo María coqueteaba con uno de los chicos nuevos; no sabía con cual, aún no lograba diferenciarlos.

El timbre del final del día despertó a quien sea que estuviera dormido, y todos guardaron sus cosas para irse lo más rápido posible. Los de la primera fila fueron los primeros, y María se apuró para alcanzarlos.

Justo en el momento en que Darla se paró de su asiento, para su mala suerte, se chocó con María. Ésta solo se limitó a lanzarle una mirada acusadora, como culpándola por aquello, y se retiró, sin siquiera mirar hacia atrás. Darla se quedó parada ahí, atónita, con la mirada perdida. El desprecio de la que una vez fuera su amiga le rompía el corazón.

Celina, apenas vio lo sucedido, acudió en rescate de Darla, empujándola hacia la salida. Pero no siguió al resto de sus compañeros a la calle, sino que se detuvo en un pasillo para tranquilizarla.

—No te lo tomés tan a pecho —dijo sujetándola de ambos hombros, a punto de zamarrearla—. Es una estúpida, como esos descerebrados a los que sigue.

Darla apenas la oía, no podía reaccionar.

En ese momento, Stella Maris salió del salón bostezando. Dentro ya no quedaba nadie, ella era la última. Se paró junto a sus amigas mientras se ponía su abrigo y luego la mochila.

—¡Ey! ¿Qué pasó? —dijo la rubia arrepentida— ¿Por qué no me despertaron?

—Nada —respondió Celina disgustada—, lo mismo de siempre.

—Es que no me lo puedo creer... —expresó Darla, casi en un susurro—. No lo puedo creer...

Celina y Stella Maris se lanzaron miradas cómplices. Muchas veces presenciaron la misma situación, y ya no sabían cómo manejarlo. Darla estaba siempre lamentándose por su pérdida, pero para ellas no valía la pena ni un suspiro.

—¡Ya está! Olvidáte de esa. Si no te quiere, se lo pierde —acotó muy suelta de lengua Stella.

—¡Vámonos o nos van a venir a sacar! —sugirió Celina.

Darla le pedía permiso a sus pies para poder caminar y, aun así, sus amigas debieron ayudarla tirando de ella. Hacían chistes para levantarle el ánimo mientras caminaban por los pasillos de la escuela. Darla fingía que no estaba afectada para no preocuparlas, pero no lo lograba.

Al salir de la institución, todos aquellos que tan apurados estaban por salir se quedaron charlando en la vereda. Algunos cruzaban la calle para comprar cigarrillos, otros se balanceaban mientras hablaban para entrar en calor. Darla y sus nuevas amigas se apresuraron para alejarse del multitud y se detuvieron en la esquina para planear lo que iban a hacer a continuación.

—Yo no tengo ganas de salir a ningún lado —dijo Celina—. Me duelen la espalda y las piernas, no quiero caminar.

Un destino obligado para los adolescentes cuando salen de la escuela al mediodía es ir caminando al centro de la ciudad, o a la playa; no importa qué tan lejos estén ni el clima que haya.

—Además, hace mucho frío —concluyó mientras tiritaba; Stella la imitaba.

—¡Ay, chicas! Ya están viejas —bromeó Darla. El mal momento ya había pasado y ya podía reír.—. ¿Por qué no vienen a mi casa? Mi mamá trabaja hasta tarde, y saben que no me gusta quedarme sola.

Ok —respondieron Stella y Celina al unísono.

Y las tres emprendieron la marcha rumbo a la casa de Darla. Conocían el camino a la perfección, diez cuadras separaban la escuela de su destino.

En el camino, Darla sintió frío y envolvió su cuello con la bufanda, luego subió el cierre de su campera. No era normal tanto frío, mucho menos a esa hora del día cuando el sol debía subir la temperatura un par de grados. El tipo del clima había anunciado una ola polar, pero, como es costumbre, nadie le creyó. Darla se arrepintió de no llevar el abrigo correcto.

—¡Mirá quien habla de viejas! —observó Stella Maris.

Todas rieron, pero no pudieron ver la sonrisa de Darla porque la bufanda le tapaba la cara.

.

La casa de Darla era vieja, un chalet de dos pisos de estilo colonial, con tejas españolas y piedra Mar del Plata a la vista; ella y su mamá la mantenían en buen estado. Era una reliquia familiar, como todo lo que había dentro. Perteneció a la familia de su padre desde que éstos migraron desde Europa, allá por 1900.

Cuando su padre se fue, les dejó la casa sin reclamar nada, y su madre mantenía todo en el orden en que éste lo había dejado, por si acaso volviera. Para Darla, todo en aquella casa estaba ligado a un hombre que no las amó lo suficiente y a una familia que nunca conocieron; pero su madre la supo convertir en un hogar, y ella trataba de ser felices con lo que tenían.

Darla entró en su casa y dejó las llaves en un recipiente sobre una mesita junto a la pared, luego colgó su abrigo y dejó su mochila en el suelo.

Celina y Stella entraron tras ella, cerraron la puerta y se quedaron de pie esperando a Darla mientras ésta desaparecía por un pasillo. Al cabo de unos segundos, volvió usando pantuflas en forma de garras de tigre y en sus manos cargaba dos pares de pantuflas del mismo estilo, pero con forma de patas de oso y de elefante. Se las extendió a sus amigas y ellas, lejos de molestarse por el detalle infantil, se quitaron los zapatos y se colocaron las pantuflas como reproduciendo una coreografía. A continuación, hicieron lo mismo que Darla con sus abrigos y mochilas.

Sabían exactamente qué hacer, cómo, cuándo y dónde; y sabían que haría Darla también. Ya tenían confianza y conocían cada rincón de la casa; al menos, los que Darla conocía.

—¡Acomódense! —ordenó Darla— Prendan la estufa mientras yo voy a ver qué hay para comer —dijo camino a la cocina.

Stella entró rápidamente en el living y se dirigió hasta el hogar de piedra que combinaba con la fachada de la casa, ubicado en la pared principal. Buscó la llave de gas, los fósforos y luego encendió el fuego.




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