El auto de Esteban atravesó la tranquila ciudad de Dolores hasta llegar al otro lado; a orillas del campo, entre hectáreas de árboles y la nada, una casa solitaria se alzaba en el horizonte sobre una calle de tierra que terminaba a su entrada. La construcción era humilde, de madera con techo de chapa, pero lo suficientemente grande como para albergar a una familia numerosa.
Esteban detuvo el auto frente a la casa y enseguida bajó. Las mujeres decidieron esperar antes de seguirlo.
Un hombre de unos sesenta y cinco años, de contextura grande y en buena forma, salió al ver el Renault tan familiar; llevaba boina, bombachas de campo y botas de lluvia. Se trataba de Don Lucho, quién se alegró al ver a su amigo y se apresuró a su encuentro.
—¿Cómo anda, mi'jo? —Lo recibió con alegría y brazos abiertos.
—¡Tío! —lo saludó Esteban— Estoy muy bien. Le traigo una sorpresa. —Dicho esto, le hizo señas a Cristina para que bajara.
Las mujeres salieron del auto y se acercaron hasta donde estaba Esteban. Supusieron, por lo que escucharon, que Don Lucho no los esperaba y, quizá, ni siquiera supiera de su existencia.
—Y estas, ¿quiénes son? —preguntó Don Lucho, sorprendido pero carismático.
Esteban extendió la mano a Darla para que se acercara a él, la puso delante de sí, tomándola por los hombros con orgullo, y se la presentó a su tío abuelo.
—Esta es la hija de Arturo, su sobrina. Su mamá y una amiga. Vinieron para continuar su entrenamiento. ¿Y qué mejor maestro que usted?
Don Lucho se conmovió. Sus piernas temblaron y no le respondieron con eficacia cuando intentó acercarse a la joven. La observó de arriba abajo y buscó entre sus rasgos al adolescente que una vez lo desafió y abandonó su abrigo para siempre. Y ahí estaban. Darla sacó los ojos, la nariz y las cejas de su padre. Don Lucho sintió calor en su pecho y luego opresión; al fin tenía noticias frescas de su sobrino, pero si él no los acompañaba, no significaba nada bueno.
—Soy Darla —Se presentó ella.—. Lo conozco por los diarios de mi papá —continuó con temor e impaciencia porque él no le respondía.
Don Lucho aclaró su garganta y le extendió la mano para estrecharsela como a un adulto.
—Don Lucho. Un gusto. —Y dirigiéndose a Esteban, le dijo:— Y de Arturo, ¿qué sabés?
—Al parecer, está desaparecido —respondió Esteban.
—Ah —Fue la única respuesta del hombre, fría y distante. Luego se retiró y entró en la casa sin decir nada más.
—¿Y eso qué fue? —preguntó María a Cristina.
—No tengo ni idea —le respondió ella—. Pero ya me puso incómoda.
De la casa también salió un joven moreno de unos veintitantos años, que corrió a abrazar a Esteban.
—¡Amigo, tanto tiempo! —Lo saludó y Esteban le devolvió el abrazo—. ¿Qué pasó, que el tío entró enojado?
Esteban le cambió de tema:
—Te presento a Darla, la hija de Arturo. Ella es Cristina, su mamá, y esta, María. —Esteban presentó a cada una—. Vinimos a concluir su entrenamiento con Don Lucho. María es una Cazadora a la fuerza, como yo, espero que la reciban tan bien como hicieron conmigo.
—Buenas tardes a todas, ¡sean bienvenidas! Claro que las aceptamos.
—Este es Héctor, el ayudante de Don Lucho, y también es cazador; será su sucesor algún día. —Esteban se llenó de orgullo al pronunciar estas palabras.
El chico saludó a cada una personalmente con amabilidad, nada que ver a como lo hiciera el viejo.
Darla y María quedaron atónitas ante su saludo. Héctor era apuesto, y estaba bien preparado físicamente a causa de su entrenamiento constante. Al posar sus ojos sobre los de Darla, esta sintió el flechazo; ya tenía las hormonas alborotadas, y esto venía a complicar un poco más las cosas.
—Entremos, no tengan miedo, que perro que ladra no muerde —les dijo el chico señalando la casa, y luego tomó sus bolsos y ayudó a meterlos dentro.
Don Lucho indicó donde se quedaría cada uno. Esteban tenía la pieza que le daban siempre que los visitaba. A Darla y María les tocaba compartir una habitación cerca de la cocina, la que podía ser observada desde varios ángulos de la casa. Y a Cristina le tocó una habitación cerca de la entrada principal. Luego de acomodarlos, Don Lucho desapareció.
—¿Qué pasa? ¿Por qué el aire se corta con un cuchillo? —preguntó Héctor a Esteban cuando estuvieron a solas.
—Pasa que las únicas noticias que Don Lucho recibió después de veinte años, son que su sobrino está desaparecido.
—¡Qué mal! Y vos, qué decís, ¿estará muerto?
—Conociéndolo, debió haberse enfrentado a alguien muy poderoso y no sobrevivió. Él no se alejaría tanto tiempo de su familia sin mandar señales de vida, él no era así.
Esteban se entristeció con tan sólo imaginar el destino fatídico que habría tenido su mentor.
Héctor le dio una palmada en el hombro para demostrarle su apoyo y luego se despidió para ir en busca de Don Lucho, quién, de seguro, estaría igual o más triste al creer que su sobrino, al que crió como a su propio hijo, estaba muerto.
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Mientras tanto, las adolescentes se acomodaron en su cuarto algo preocupadas por no saber si este cambio sería permanente, no querían abandonar su casa ni sus amistades y vecinos, pero, al mismo tiempo, temían tener que enfrentar a la familia de Luca. Eran conscientes de que Santiago y los gemelos buscarían venganza, pero no sabían quien más estaría con ellos o qué poderes tendrían. Lamentablemente no sabían mucho sobre los poderes sobrenaturales de sus enemigos, y los cuadernos de Arturo no daban muchas respuestas. Quizás Don Lucho tuviera las respuestas que buscaban, porque nadie logra mantener su ciudad como un santuario libre de vampiros, sin conocerlos a fondo.
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Editado: 09.02.2021