El suave tintineo de la campanita sobre la puerta marcó una pausa en el bullicio habitual de la mañana, justo cuando los primeros acordes de La Vie en Rose comenzaron a fluir desde los altavoces. La melodía llenó el aire, envolviendo la cafetería con un toque de encanto y nostalgia. El aroma a café recién molido, mezclado con las notas elegantes de la canción, parecía ralentizar el tiempo.
Cuando al fin levanté la mirada, la vi. Ger estaba allí, de pie junto a la entrada, como si la canción hubiese sido escrita para anunciar su llegada.
Su cabello caía con naturalidad sobre sus hombros, y el movimiento ligero de su bolso al caminar tenía un ritmo curioso, como si la música también guiara sus pasos.
Ella avanzó con esa combinación de timidez y seguridad que siempre me desconcertaba. El tejido de su blusa fluía con cada paso, capturando la luz de la mañana y haciendo que su silueta destacaba de manera sutil pero imposible de ignorar. La canción seguía tocando, añadiendo algo intangible al momento, como si el universo quisiera inmortalizarlo.
Cuando llegó al mostrador, se apoyó con la misma naturalidad de siempre, aunque esta vez, sus ojos parecían contener algo más, algo que no podía leer del todo. Me esforcé en parecer ocupado, ajustando la máquina de café, pero mi mente estaba atrapada entre los acordes de la música y el impacto de su presencia.
—Buenos días, Gabriel —dijo, con una sonrisa suave, casi como un susurro que rivalizaba con la dulzura de la canción.
La voz de Ger parecía resonar junto a la melodía, envolviendo el ambiente en algo único, irrepetible. Por un instante, me pregunté si ella también lo sentía, si notaba cómo cada detalle del momento parecía orquestado para destacar su entrada. Pero, como siempre, ella actuaba con una despreocupación que era tan cautivadora como frustrante.
Me fue imposible ignorar el contraste entre el ambiente y la forma en la que su presencia dominaba el espacio con total naturalidad. Ger llevaba una blusa con un gran escote que destacaba su confianza, el diseño fluido del tejido añadía un toque de ligereza que hacía juego con su actitud despreocupada. Combinaba la prenda con un pantalón negro que se ceñía a sus curvas, resaltando su esbelta silueta con un equilibrio perfecto entre sutileza y firmeza. Había algo en su elección de vestuario que transmitía una mezcla de sofisticación y magnetismo, como si cada detalle estuviera cuidadosamente pensado para captar la atención, aunque ella actuara como si no se diera cuenta.
Mientras la melodía seguía flotando en el aire, Ger inclinó la cabeza ligeramente, observándome con una sonrisa apenas perceptible. Había algo en su mirada, en la manera casual con la que se apoyaba en el mostrador, que hacía que el resto de la cafetería se desdibujara a mi alrededor.
—Buenos días, Ger. ¿Lo de siempre? —pregunté, tratando de mantenerme en mi ritmo habitual, aunque la música y su presencia convertían el momento en algo diferente.
Ella negó ligeramente con la cabeza, acomodándose junto al mostrador mientras dejaba su bolso a un lado.
—No, hoy no. Quería algo diferente... ¿podrías prepararme un té? —dijo, como si estuviera compartiendo un secreto.
—Mmm, podrías probar el té de jazmín. Es suave y relajante, perfecto para una mañana tranquila —sugerí, echándole un vistazo mientras me aseguraba de que todo estuviera listo.
—¿Tranquila? —repitió Ger con una pequeña risa—. ¿Cuándo has visto una mañana tranquila en este lugar?
No pude evitar sonreír, encogiéndome de hombros.
—Bueno, hay que empezar por algo, ¿no? —respondí, volviendo mi atención a la máquina de café para ocultar cómo su comentario me había hecho reír más de lo que debería.
Ger asintió lentamente, como si mi respuesta la hubiera convencido.
Mientras me ocupaba de preparar el té, Ger permaneció en silencio, pero no era un silencio incómodo. Parecía estar disfrutando del ambiente, de la música que seguía llenando el aire. Sus dedos trazaban círculos suaves sobre la superficie del mostrador, como si estuviera perdida en sus pensamientos.
La música continuaba, cada nota parecía subrayar el silencio que se formó entre nosotros. Era un momento extraño, cargado de algo que no podía definir, pero que se sentía importante, como si la cafetería misma retuviera el aliento.
Cuando le entregué la taza, me dedicó una sonrisa rápida.
—Gracias, Gabriel.
—No es nada —dije, intentando sonar casual, aunque sus palabras se quedaran en mi mente más de lo que debería.
Mientras continuábamos hablando, no pude evitar que mis ojos, traicioneros, se desviaban de vez en cuando, capturando detalles que no debería notar: el delicado movimiento de su cabello al girar la cabeza, la forma en que su blusa fluida se ajustaba a sus pechos con una elegancia natural, o cómo su sonrisa parecía contener secretos que no estaba dispuesto a compartir. Cada pequeño gesto suyo tenía un peso que rompía la monotonía de mi día, sembrando una chispa de algo que no podía ignorar.
Mientras trabajaba, la puerta de la oficina trasera se abrió y vi salir a Antonieta, la gerente de la cafetería. Con su postura impecable y su andar seguro, se acercó al mostrador con una sonrisa al notar la presencia de Ger.
— ¡Ger! Qué sorpresa verte por aquí otra vez —dijo Antonieta, claramente animada por la visita.