El sonido de una notificación rompió el silencio de mi apartamento. Levanté la mirada hacia el teléfono sobre la mesa, mi corazón acelerándose antes de que mis dedos siquiera lo alcanzaran. Cuando vi su nombre en la pantalla, supe que algo estaba a punto de cambiar, aunque aún no sabía cómo.
Durante semanas, no pude evitar que mis ojos se posaran en esa notificación: Ger me había seguido en Instagram. Aquella noche, mientras el resplandor de la pantalla iluminaba mi rostro, una melodía suave resonaba en el fondo; era Clair de Lune, una de esas piezas que siempre encontré reconfortantes, pero que ahora parecían hacer eco de mi asombro. Sentí cómo mi respiración se aceleraba, mis dedos jugando nerviosamente con el cable de los auriculares. Ese simple gesto —un seguimiento— tenía el peso de algo inmenso en ese momento.
Dejé el teléfono a un lado, intentando distraerme, pero la chispa seguía latente, como una brasa que se negaba a apagarse. Los días pasaron, y lo que había comenzado como un destello de curiosidad se fue desvaneciendo. Pronto, esa notificación quedó enterrada entre otras más banales, convirtiéndose en poco más que una línea olvidada en mi historial.
En uno de esos días libres donde el tiempo parece detenerse, decidí hacer algo que rara vez me permito: revisitar mi propio mundo. Tomé el teléfono y empecé a navegar entre las imágenes almacenadas en su memoria, como si buscara una pieza perdida de mí mismo. Había fotos de paisajes lejanos, sonrisas olvidadas y momentos fugaces, pero fue una en particular la que me detuvo.
Un atardecer visto desde la ventana de mi apartamento. En esa imagen había una sencillez que parecía contener algo más profundo: una quietud que resonaba con mi ánimo melancólico. Ajusté el filtro casi con devoción, como si retocar esos colores cálidos fuera también moldear la nostalgia que me envolvía. Mientras observaba el cielo que parecía arder en tonos de rojo y naranja, las palabras surgieron como un susurro en mi mente:
Cerrando una década. 20 años y contando.
Al publicar la foto, dejé el teléfono a un lado, con una mezcla de satisfacción y resignación. Era solo una publicación más, pensé, algo destinado a perderse entre las miles de imágenes que flotan en el ciberespacio. Pero entonces, el sonido familiar de una notificación rompió la calma, y sentí un pequeño escalofrío. Al mirar la pantalla, ahí estaba: una reacción. La foto había tocado algo, o tal vez alguien, más allá de lo que esperaba.
Ger ha reaccionado a tu foto.
Miré de reojo la pantalla, notando el corazón bajo la foto que había publicado. Ger. Sonreí apenas, con esa indiferencia medida que uno aprende con el tiempo. Dejé el teléfono a un lado, dejando que la imagen y su reacción se perdieran entre las otras mil interacciones del día. Era solo eso, un gesto pasajero en el vasto flujo de lo efímero.
El corazón en la notificación permaneció apenas un instante en mi mente, como el rastro de una piedra al rozar un estanque. No era más que un gesto breve, una efímera pulsación digital en un océano de imágenes y palabras que se cruzan, y desaparecen, todos los días. Dejé que esa reacción se esfumara con la misma ligereza con la que había llegado. No era desinterés, tampoco olvido; era la serenidad de saber que no todo lo necesita.
Pasaron semanas desde la última vez que Ger cruzó la puerta de la cafetería, y aunque la rutina avanzaba, su ausencia dejó un vacío que no lograba ignorar. Aquella tarde, mientras las tazas tintineaban entre mis manos tras el mostrador, el sonido de la campanita resonó con una intensidad que me hizo girar hacia la entrada.
Ahí estaba ella, con esa misma aura magnética que nunca pasaba desapercibida. Pero esta vez no era solo su presencia lo que destacaba; era su estilo, una mezcla perfecta de sencillez y esencia oscura que parecía gritar autenticidad. Su ropa negra, los accesorios que llevaban un toque sutil pero contundente, y la manera en que su cabello caía despreocupado, todo en ella era un contraste fascinante con la luz cálida de la tarde. No estaba sola. A su lado, un grupo diverso irrumpía en el espacio: un joven que asumí sería su hermano, con su aire tranquilo; una mujer cuya expresión amable y rostro sereno revelaban la cercanía de un vínculo familiar, y una niña pequeña en brazos, riendo y llenando el lugar con un sonido liviano y melodioso.
Mientras los observaba acomodarse cerca de la ventana, sentí que el mundo seguía girando, pero yo había quedado atrapado en esa escena. Era un retrato íntimo, casi como si estuviera vislumbrando una faceta oculta de su vida. Algo en su sencillez—y ese enigmático estilo que parecía contar historias sin palabras—me mantuvo absorto.
Decidí tomar aire y acercarme. Mis pasos resonaron ligeramente en el suelo de madera mientras avanzaba hacia su mesa. Mis manos, que hacía un momento habían estado seguras detrás del mostrador, ahora parecían inquietas.
Mientras charlábamos se acercó Antonieta, la conversación tomó un giro curioso cuando salió a relucir el motivo de la reunión familiar. El hermano de Ger, relajado y con un aire despreocupado, mencionó que él y su novia estaban a punto de ir al cine que quedaba justo enfrente de la cafetería. Fue entonces cuando Daysi, con su tono siempre tranquilo pero firme, explicó que los había acompañado, asegurándose de que llegaran sin problemas.
Intenté mantener una expresión neutral, pero no pude evitar que la sorpresa cruzara mi mente. ¿A sus 21 años y aún necesitaba salir acompañado de su madre? El contraste entre su edad y esa dinámica me intrigó de inmediato, aunque traté de no darle demasiado peso. Quizás era un reflejo de la cercanía familiar, o simplemente algo que no entendía del todo.