Gusto Prohibido

Reencuentro

El mes que prometí ausentarme comenzó con una punzada en el pecho que no supe si atribuir a la nostalgia o al arrepentimiento. Cada día, mientras la vida seguía su curso, me enfrentaba al silencio de mi propio corazón, intentando descifrar qué tanto pesaba en mi alma aquella despedida. Fue entonces, entre las sombras de la madrugada, que comprendí que esta ausencia no era un escape, sino un enfrentamiento con mis propios demonios.

Tan pronto como llegué a la ciudad, no pude resistir la necesidad de comunicarme con ella. Mi corazón aún latía con fuerza, como si el viaje no hubiera terminado y el verdadero destino estuviera al otro lado de esa pantalla. Tomé el móvil y marqué su número para hacerle una videollamada.

—¡Gabriel! —su voz resonó cálida y alegre cuando apareció en la pantalla. Su sonrisa era como un faro que iluminaba todo el cansancio que arrastraba desde el viaje.

—Hola, Ger. —respondí con una pequeña sonrisa—. No podía esperar más para contarte. El viaje fue... interesante. Bueno, agotador en algunas partes, pero también descubrí algo sobre mí mismo.

Ella me escuchó con atención mientras le hablaba sobre cada detalle del trayecto: las vistas que me dejaron sin aliento, los momentos solitarios que me hicieron reflexionar, y las pequeñas cosas que me recordaban a ella.

Cuando terminé de relatar mi aventura, hubo un pequeño silencio. Luego, con algo de nervios, decidí arriesgarme. —¿Sabes? He estado pensando... Podríamos ver una película juntos ahora, en llamada. ¿Qué te parece?

Ger levantó una ceja, curiosa y divertida. —¿Una película en llamada? Suena... raro, pero me gusta la idea.

—Entonces, déjame buscar algo que podamos disfrutar. ¿Prefieres algo romántico, de misterio o de aventura?

—Sorpréndeme, Gabriel.

Su sonrisa se amplió, y mientras buscaba la película perfecta, no pude evitar sentir que, aunque la distancia nos separara, en ese momento estábamos más conectados que nunca.

En medio de la película, mientras los personajes avanzaban en la trama, la respiración tranquila de Ger llamó mi atención. La vi con los ojos cerrados, su cabeza descansando suavemente contra la almohada. No pude evitar sonreír. Había algo casi mágico en verla así, en su calma, en cómo la luz tenue del televisor iluminaba su rostro.

Con cuidado, cerré la llamada, asegurándome de no interrumpir su sueño. Mi pecho se llenó de una mezcla de ternura y expectativa. La idea de pasar más tiempo con ella me daba vueltas en la cabeza.

A la mañana siguiente, con la energía de un nuevo día, le escribí

—¿Te animás a una noche de pelis y mimos?

Tardó menos de un minuto en responder

—Solo si prometes no dormirme con pelis de culto raras.

—Lo prometo.

Llegó a las ocho pasadas. El sonido del timbre me hizo sonreír. Abrí la puerta y ahí estaba. Jean al cuerpo, remera blanca, pelo recogido en un moño medio improvisado que le daba un aire salvajemente irresistible. Me miró con esa sonrisa torcida que siempre me desarma.

—¿Dónde está mi premio por soportar tus ausencias? —bromeó, dejándose caer en el sillón.

—Acá —dije, levantando el bowl de palomitas—. Y tengo chocolate. De los caros.

Se rió. Su risa, como siempre, fue lo primero que me devolvió el alma al cuerpo.

Nos sentamos juntos, hombro con hombro. Puse cualquier película, una comedia liviana como excusa. A los diez minutos, ella ya tenía las piernas estiradas sobre las mías, su cabeza en mi pecho, mi brazo alrededor de su espalda. Sentía su respiración, el calor de su cuerpo... y su perfume, que me pegaba directo a los recuerdos.

—Está muy caliente acá, ¿no? —murmuró, llevándose una mano al cuello.

—Puede ser... o soy yo —dije con media sonrisa.

Se rió otra vez, bajito. Y me besó.

Primero fue suave, lento, como si probara algo que extrañaba demasiado. Después, fue más. Mucho más. Sus manos buscaron mi nuca, mis dedos se deslizaron por su cintura y ella se acomodó sobre mí. Mis labios bajaron por su cuello, mientras ella se deshacía de la remera con un movimiento casi distraído.

Llevaba un sostén negro, simple, hermoso, que de alguna forma la hacía ver más poderosa todavía. Cuando volvió a besarme, sus caderas comenzaron a moverse lentas sobre las mías. Yo me quité la camisa sin dejar de mirarla. Quería recordar cada detalle de esa noche, cada expresión, cada respiración contenida.

—Te odio un poco —susurró, mordiéndome el labio inferior.

—Me lo merezco —dije, con la voz tomada.

Nos besamos como si no nos viéramos desde hacía meses. Porque en el fondo, era verdad. Sus piernas se enredaron con las mías, su cuerpo apenas cubierto por el sostén y la parte de abajo de su ropa interior. Mis manos la recorrían con una mezcla de deseo y devoción. Ninguno dijo nada más. No hacía falta.

El tiempo se volvió borroso. La película terminó. El menú de inicio se repitió mil veces y nosotros seguíamos ahí, besándonos, rozándonos, jadeando bajito, perdidos en esa tensión que no cruzaba la última línea… pero la tocaba.

Eventualmente, el cuerpo nos ganó. Ella se acomodó sobre mí, con la cabeza en mi pecho desnudo, mis brazos rodeándola como si fuera un ancla. Sentí su respiración tranquila, el calor de su piel contra la mía, su mano sobre mi abdomen.




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