—Las emociones, en su intensidad, tienen la extraña capacidad de distorsionar nuestra percepción de la realidad. A veces, lo que sentimos nos impide ver las cosas tal como son, y esa ilusión puede enmascarar la verdad.—anunció el profesor con voz pausada.
Sus palabras se clavaron profundamente en mí, haciendo vibrar un recuerdo que había intentado enterrar. El aire, impregnado de una humedad sutil y un ligero aroma a tiza envejecida, se filtraba por las ventanas entreabiertas. Esa mezcla de sensaciones me envolvió y, de súbito, la voz del profesor resonó profundamente en mi interior.
De pronto, el murmullo del aula se transformó en el eco de mi pasado, y me vi transportado a esa etapa de mi vida en la que aún todo parecía posible.
Ella me envolvía con cada palabra, y yo, ingenuo apenas tenía 17, entregado, encontraba en sus silencios la promesa de un amor que lo iluminaba todo.
Tenía una forma de hablar que me hacía sentir como si el mundo girara solo para nosotros. Cada encuentro con ella era un descubrimiento, una mezcla de nervios y felicidad que me hacía sentir vivo.
R. —Confía en mí, Gabriel— dijo ella con una entonación que irradiaba seguridad—.
Sus palabras eran como música para mis oídos, y yo, ingenuo y lleno de esperanza, creía cada una de ellas. Pasábamos horas hablando de nuestros sueños, de nuestras metas, y de cómo construiremos una vida juntos. Incluso llegamos a hablar de tener una familia. Recuerdo claramente el día en que mencionamos la posibilidad de un embarazo. La idea me llenaba de emoción y miedo a partes iguales, pero sobre todo, me hacía sentir que nuestro amor era real, que era eterno.
R. —¿Te imaginas cómo sería nuestra vida si el examen da positivo?— me preguntó con una sonrisa que parecía contener todo el futuro.
Yo asentí, sin palabras, porque en ese momento no podía imaginar nada más hermoso que compartir mi vida con ella. Cada día que pasaba, me sentía más conectado, más enamorado, más seguro de que había encontrado a la persona con la que quería estar para siempre.
Pero la realidad, como dijo el profesor, tiene formas crueles de mostrarse. Una tarde, mientras esperaba que ella llegara para nuestra cita habitual, decidí revisar su teléfono que había dejado olvidado en mi casa. No era algo que soliera hacer, pero una notificación llamó mi atención. Era un mensaje de alguien que no conocía, lleno de palabras que no dejaban lugar a dudas.
—Te extraño tanto, amor. No puedo esperar para verte esta noche— decía el mensaje, y mi corazón se detuvo.
La incredulidad me invadió. Pensé que debía ser un error, que tal vez había malinterpretado el mensaje. Pero mientras seguía revisando, encontré más pruebas. No solo tenía un novio, sino que también estaba viendo a otra persona. Y yo... yo no era más que un escape, un capricho pasajero.
El frío exterior pareció intensificarse, y en mi interior, el calor de la ilusión se extinguió de golpe. La traición se descubrió en múltiples mensajes y detalles que dejaban claro que ella, a quien amaba con el alma, no había sido sincera. La confrontación que seguí fue tan helada como el aire que me envolvía:
Cuando la confronté, su respuesta fue fría y directa, como un cuchillo que corta sin piedad.
R. —Gabriel, no lo entiendes. Esto nunca fue serio para mí— dijo, sin siquiera intentar suavizar el golpe.
En ese momento, todo lo que había construido en mi mente se derrumbó. La imagen de nuestra vida juntos, de nuestro amor eterno, se desvaneció como humo. Me sentí pequeño, insignificante, como si todo lo que había sido importante para mí no tuviera valor alguno.
La depresión llegó poco después, como una sombra que no podía sacudir. Me aislé de todo y de todos, cuestionando mi valor, mi capacidad de amar, y si alguna vez podría confiar en alguien de nuevo. Esa experiencia dejó cicatrices profundas, cicatrices que todavía siento cada vez que me enfrento al amor.
El murmullo constante de los compañeros, el leve tintinear de las sillas y aquel aire frío que aún penetraba por la ventana me devolvieron a la realidad. Sentí el escalofrío en la piel, pero esta vez era el de la conciencia despertada, un recordatorio de que cada emoción, por dolorosa que sea, deja su marca.
—No puedo seguir huyendo de mí mismo— murmuré en mi interior, sintiendo cómo cada palabra del profesor retumbaba en mi conciencia—, y es que solo enfrentando mi pasado podré construir un futuro distinto.
En ese instante, comprendí que el eco de aquellos días de ilusión desvanecida cada vez se hacía más fuerte, y no para matar mi sensibilidad, sino para recordarme que el amor—aunque a veces nublado por la traición—es también la fuerza que me impulsa a crecer. Con cada latido, sentía el peso de la lección adquirida; la fragilidad de mis emociones, consciente ahora de que no debía dejarme dominar por viejos fantasmas.
Recogí mis pensamientos y, lentamente, me centré en la realidad del aula. La voz del profesor, que había iniciado esta cadena de recuerdos, me reconfortaba con su serenidad:
—Las emociones pueden ser tanto luz como sombra— afirmó el profesor, y esas palabras se anclaron en mí con determinación.
Esa reafirmación me instó a no dejar que la penumbra de ese pasado definiera mi futuro, sino a usarla para sanar y aprender. Finalmente, al abrir mis ojos, vi el aula con una nueva perspectiva: cada experiencia, dolorosa o no, era una lección necesaria en mi camino hacia la madurez emocional.