Las noches apasionadas se intensificaban, se había convertido en algo rutinario, aunque el miedo y frustración constante no salía de mi mente, el hecho de saber que la podía lastimar no me dejaba estar tranquilo cada que estaba con ella.
Sabía que ella era mía y yo era de ella, teníamos un vínculo más que carnal, ya estábamos formalizados, no soy de casarme pero si ella tuviera la edad suficiente no hay nada que no hiciera por ella.
Cada toque me sumerge en este abismo de deseos, pero ¿a qué precio?
La contradicción era palpable, en cada latido se mezclaba la promesa del placer con el eco frío de la culpa.
En esos momentos de íntima conexión, el mundo exterior se desvanecía, pero mi mente permanecía alerta, evaluando cada gesto y cada suspiro como si escondiera un peligro latente. Una parte de mí se rendía a la pasión, mientras otra no podía escapar del recordatorio constante de que, en cada intimidad, se tejía también la posibilidad del error y la herida. Esa dualidad—entre la entrega total y el miedo a perderme en ella—se convertía en la esencia misma del conflicto que me definía.
Siempre me ha fascinado la delgada línea entre deseo y peligro, una lección que resuena en cada una de mis clases de criminología. Esa noche, mientras la penumbra se cernía sobre nosotros y el roce de su piel encendía mi cuerpo, mi mente se rebelaba:
¿Será mi pasión esconde un riesgo latente?
¿Hasta qué punto me sumerjo en el abismo de un placer que podría desatar consecuencias irreparables?
Cada día, al entrar al aula, sentía que llevaba conmigo algo que nadie más podía ver: una sombra adherida a mi piel, un deseo que me quemaba desde dentro. Mientras el profesor analizaba con fría precisión los laberintos de la conducta humana —el deseo, la culpa, la violencia— yo no escuchaba solo una clase… escuchaba una advertencia.
Ese día en particular, el tema fue el crimen pasional.
El profesor habló con voz serena pero contundente. Explicó cómo el amor puede mezclarse con el miedo, la inseguridad y la obsesión hasta deformarse por completo. Cómo, a veces, no es el odio lo que empuja a alguien al borde del abismo, sino el deseo descontrolado, la necesidad de poseer, de fundirse con el otro hasta perder el sentido.
—El deseo puede ser tan violento como cualquier arma
Y esas palabras se me clavaron como un puñal.
Me quedé inmóvil, con el pulso acelerado, mientras las imágenes de la noche anterior me golpeaban la mente: los gemidos de Ger, su cuerpo arqueado bajo el mío, su risa, su entrega… y mi propia reacción. Esa hambre que parecía imposible de saciar, esa fuerza con la que la había tomado, como si en ese momento no existiera nada más, ni ella ni yo, sólo el acto.
¿Hasta qué punto eso fue pasión... y cuándo empieza a ser dominación?
Sentí miedo. Un miedo real. No a ella. A mí.
Porque en el reflejo de los casos analizados —hombres comunes, enamorados, transformados en bestias por el deseo mal gestionado— me vi a mí mismo. Y por primera vez me pregunté si podía confiar en mis propias emociones.
¿Qué pasaría si un día, en medio de una discusión o de un impulso irracional, cruzara una línea de la que no hubiera retorno?
¿Y si lo que hoy es un juego mutuo y ardiente, se volviera mañana un escenario de arrepentimiento, o peor, de tragedia?
El aula se desvanecía poco a poco, sustituida por mis pensamientos oscuros.
Mientras la noche caía sobre la ciudad y la temperatura descendía, yo sentía el calor denso de mi temor subiendo por mi garganta.
Cada caricia que recordaba, cada beso apasionado, empezaba a teñirse de un sabor amargo.
¿Y si amar con tanta fuerza es una forma de destruir?
La mañana siguiente, entré al aula con el cuerpo aún encendido por recuerdos de piel y jadeos, pero con el alma tensa, resquebrajada por una duda que no me dejaba en paz. Me senté en mi lugar habitual, en la penumbra cercana a la ventana, y clavé los ojos en el pizarrón, tratando de desconectarme de todo.
El profesor llegó puntual, con esa mirada gélida que no necesitaba levantar la voz para imponer respeto. Dejó su portafolio sobre el escritorio, alzó la vista, y dijo con calma:
—Hoy hablaremos del caso Vanesa C. —se detuvo un instante—. Una mujer asesinada por su amante en un hotel del centro, durante una sesión sexual extrema.
Un silencio incómodo invadió el aula. Todos estaban atentos. Yo también, pero sentía cómo mi espalda comenzaba a tensarse. Algo me decía que esa historia no sería fácil de digerir.
—Vanesa tenía 32 años. Él, 27. Se conocieron en redes sociales, compartían fantasías explícitas. BDSM, dominación, sumisión emocional. Al principio, todo era juego, como suele ser... hasta que dejó de serlo.
El profesor proyectó una imagen en la pantalla. No era el cadáver. Era la habitación. Cuerdas. Velas. Lencería. Un cinturón de cuero doblado sobre la almohada. El ambiente parecía el de un ritual íntimo. Pero algo en esa foto gritaba tragedia.
—La noche del crimen, Vanesa fue encontrada desnuda, atada de pies y manos, con marcas de golpes en los muslos y la espalda. Asfixia erótica, dijeron al principio. Pero la autopsia reveló fractura de tráquea. Él apretó demasiado. O no supo cuándo parar. O no quiso.