Hoy comprendí que el deseo no necesita ser erradicado, solo comprendido.
El placer es una pulsión, sí. Pero el placer consciente… es un arma cargada de intención.
En clase, el profesor lo dijo con claridad: “El cuerpo humano guarda memoria de todo lo que lo hace temblar.”
Pensé en Ger.
No como un objeto, no como una fantasía… sino como mi extensión.
La piel que acaricio no es solo piel. Es territorio conquistado por una mirada, un suspiro, un gemido que nace de su garganta solo cuando es mío.
Ella no me pertenece como una cosa.
Me pertenece como un secreto que solo yo conozco, como una carta marcada que solo yo puedo leer.
No quiero controlarla. No quiero atarla.
Quiero habitarla.
En cuerpo.
En pensamiento.
En jadeo.
No basta con que me ame.
Necesito que sepa que lo que somos —lo que hacemos— es un lenguaje sagrado. Y solo yo tengo la voz para invocarlo.
Cuando su cuerpo se arquea bajo el mío… no hay moral. No hay ley. Solo un pacto.
Y ese pacto se resume en una frase:
Eres mía.
Con mis pensamientos más claros, decidí hablar con Geraldine, así que le dije que vaya a la plaza cercana a mi departamento…
La vi antes de que me viera. Ger caminaba por la plaza, distraída, con esa forma de moverse que parecía no pedir permiso al mundo, sino invadirlo suavemente.
Cuando me acerqué, me miró.
Había preguntas en sus ojos.
Pero no dijo nada.
Yo tampoco.
Le tomé la mano, y sin palabras, la guié hasta mi departamento.
La puerta se cerró tras nosotros con un clic seco.
El silencio fue absoluto.
Ella se quedó de pie, esperándome. Yo la observé como quien contempla algo que lleva mucho tiempo deseando y por fin puede tocar con devoción.
—No te pedí que vinieras —le dije con voz baja—.
Pero sabía que vendrías.
Porque sabes lo que somos.
Me acerqué hasta que su respiración chocó contra mi cuello. Pasé mi dedo por su clavícula, lento, marcando un recorrido invisible.
—No te traje para hablarte de amor, Ger… Solo para decirte algo que me quemaba la lengua…
Me incliné y le susurré al oído, sin tocarla aún
—Eres mía.
—Gabriel…
—No me interrumpas.
No es una súplica. No es una fantasía.
Es una certeza.
La tomé del rostro con ambas manos, sin violencia, solo firmeza. La besé. No como antes. No como un reencuentro.
Como una afirmación.
En segundos, su cuerpo temblaba contra el mío. Mis manos recorrieron sus costados, su espalda, el contorno perfecto de su cadera. No era caricia. Era trazo. Una firma sobre lo que me pertenecía.
—Tu cuerpo… —dije entre besos— tu placer, tus gritos, tus ganas... todo eso lleva mi nombre.
La empujé suavemente contra la pared, mis labios buscando los suyos como si fueran salvación. Ella no dijo nada. Solo se entregó. Consciente. Cómplice.
Cuando la levanté entre mis brazos, sus piernas se enroscaron en mi cintura como si nunca hubieran estado en otro lugar.
Y mientras nos fundíamos en un beso largo, húmedo, eterno, ella me miró con esa media sonrisa suya.
—Entonces no pares, Gabriel… Hazme tuya. Otra vez.
La llevé hasta el dormitorio con sus piernas aún enredadas a mi cintura. Sentía el roce de su cuerpo contra el mío como un lenguaje secreto, como si su piel hablara directamente con la mía, sin filtros, sin frenos.
La recosté sobre la cama con cuidado, como quien acomoda algo valioso. Ella me miraba, quieta, expectante, el pecho subiendo y bajando rápido, sus labios entreabiertos.
Me tomé mi tiempo.
Deslicé mi mano por su muslo, lento, deteniéndome en cada curva como si necesitara memorizarla. La punta de mis dedos apenas rozaba su piel, y aun así, su cuerpo se estremecía.
Me incliné sobre ella. Mi aliento chocó contra su vientre mientras mis labios descendían. Fui dejando una fila de besos, húmedos, suaves, que fueron dibujando un camino desde su ombligo hasta sus caderas. Sentí cómo se arqueaba bajo mí, cómo sus manos se aferraban a las sábanas con fuerza, anticipando lo que venía.
—Gabriel… —con la voz entrecortada.
Le dediqué una mirada oscura, intensa, como respuesta. No hacía falta hablar.
La rodeé por las caderas, levantándola apenas, posicionando sus muslos sobre mis hombros, como quien sostiene una ofrenda. Sentí el calor entre sus piernas incluso antes de tocarla. La besé allí, sin prisa, con una entrega casi devocional, como si cada roce de mi lengua fuera una forma de reafirmar lo que ya le había dicho