Gusto Prohibido

Siete Meses

Durante tanto tiempo, mis dudas se habían encadenado a un silencio injusto, un miedo tácito al juicio ajeno. Pero ya no. Mientras contemplo el resplandor del invierno, comprendo que mi corazón solo sabe latir por ella, y que cada latido es un manifiesto audaz de esa pasión que negué durante tanto tiempo. Ahora tengo mi mente más clara, tanto de lo que quiero y como me siento, ese sentimiento de miedo por saber si está moralmente bien realmente ya no me importa, solo quiero algo… y es ella.

Esta vez la Navidad tenía nombre, y se llamaba Geraldine.

Aunque aún vivía con sus padres y yo seguía en mi casa, cada día era más evidente que lo nuestro no era un juego pasajero. Habíamos cruzado esa frontera invisible entre la pasión y el compromiso, y aunque no habláramos aún de vivir juntos, yo ya estaba haciéndole lugar en mi vida sin darme cuenta.

Ya no sentía miedo. No me asustaba la intensidad de lo que sentía por ella, ni el recuerdo de los fantasmas que alguna vez me hicieron dudar de mis propios impulsos. Había algo en Ger —en su forma de mirarme, de hablarme, de entregarse sin reservas— que me daba una seguridad que nunca había conocido. Me sentía completo, fuerte, como si amar no fuera una amenaza, sino un hogar.

Y ella lo sabía.

Lo sabía cuando me dejaba mensajes dulces en medio de mis clases, cuando aparecía en la cafetería sin avisar solo para darme un beso, cuando me abrazaba sin necesidad de decir nada. Sentía que, a su manera, ella también estaba construyendo ese nosotros. Y eso me bastaba para seguir.

Ya estábamos en la cuenta regresiva para Nochebuena, y mientras la ciudad se preparaba con árboles, adornos y villancicos, yo también hacía mis propios planes. Esta vez no quería que fuera una noche más. Quería que fuera la primera de muchas, una que marcara el inicio de algo real.

Estoy listo para enfrentar el futuro, para mirar al paso del tiempo con la certeza de que nada es más valioso que el simple, profundo y resplandeciente hecho de amar sin condiciones. Y es en esa certeza dónde encuentro mi verdadero hogar…

Diciembre fue el inicio de todo. No sólo por las luces navideñas o los regalos improvisados, sino porque ahí comenzó esa etapa donde empezamos a construir, día a día, algo más firme que el deseo, una vida compartida, aunque todavía durmiéramos en camas distintas.

Pasamos Navidad con nuestras respectivas familias, pero el 25 por la tarde se convirtió en nuestra pequeña tradición privada. La invité a casa con una excusa tonta

—Me sobró cena

Terminamos envueltos en una manta en el sofá, viendo películas navideñas con chocolate caliente. No tardamos en convertir la calidez de la Navidad en otra cosa. Su mano sobre mi pierna, mi boca en su cuello. Hicimos el amor junto al árbol, iluminados sólo por las luces titilantes de los adornos. Esa noche no hubo palabras grandes, pero cuando ella se acomodó en mi pecho y me dijo me siento en casa, supe que lo estábamos haciendo bien.

Enero nos encontró más unidos. Después del frenesí navideño, todo parecía bajar de ritmo. La ciudad se tomaba un respiro, y nosotros también. No podíamos vernos tan seguido como hubiésemos querido. Gerald seguía viviendo con sus padres y, aunque nuestra relación era formal, su edad imponía límites que ninguno de los dos ignoraba. A veces la invitaba a casa con alguna excusa, pero casi siempre era ella quien tenía que armar una coartada, inventaba que se iba a dormir a casa de una amiga, que tenía una pijamada, que era cumpleaños de alguien.

A lo mucho, podía quedarse un fin de semana.

Y esos fines de semana valían oro.

Era como vivir en una burbuja, una pausa del mundo. Llegaba con su mochila pequeña, su perfume ya estaba impregnado en mi memoria, y apenas cerrábamos la puerta. A veces cocinábamos juntos, otras veces no salíamos de la cama. Todo se sentía urgente y precioso, como si el tiempo corriera más rápido cuando estábamos juntos. Le encantaba dormir usando una de mis camisetas grandes, y a mí me volvía loco verla así, con las piernas al descubierto, descalza, y esa expresión de pertenencia que no tenía que decir en voz alta.

Febrero trajo calor, a veces nos encontrábamos en parques, otras en centros comerciales, fingiendo ser solo dos adolescentes más, caminando de la mano. Pero la intensidad de nuestras miradas, los silencios cargados, los besos robados en rincones apartados… eso no era de adolescentes. Eso era de dos personas que sabían lo que querían.

Una vez, logramos escaparnos durante una tarde. Vinimos a mi casa y apenas entramos, la llevé contra la pared. La besé con hambre, con desesperación. Sentí su cuerpo arder entre mis manos. La alcé en mis brazos, con sus piernas rodeándome la cintura, y en ese momento, con el sol de la tarde colándose por las cortinas, la hicimos nuestra. Rápido, intenso, como si el mundo pudiera detenernos. Luego nos acostamos en el piso, sudados, riendo, con el ventilador girando lentamente sobre nuestras cabezas. Ella me acariciaba el pecho con la yema de los dedos y yo le besaba la frente, agradeciendo en silencio tenerla conmigo, aunque fuera por horas.

Marzo llegó con su lado más emocional.

Una tarde, mientras tomábamos helado en una plaza, Gerald me contó cosas que nunca había compartido con nadie. Cosas de su pasado, de su familia, de lo que sentía. Me habló con una madurez que a veces me hacía olvidar su edad. Yo solo la escuchaba, respetando cada pausa, cada silencio incómodo. Esa noche, cuando nos despedimos, la abracé más fuerte de lo normal. Y cuando vino a casa ese fin de semana, hicimos el amor de una forma que no necesitó gritos ni movimientos bruscos. Fue lento, profundo, lleno de miradas y suspiros. Me perdí en sus ojos mientras me decía que se sentía segura conmigo, y juro que por un instante sentí que el mundo entero se detenía solo para nosotros.




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