Gusto Prohibido

El sabor de lo eterno

Tres meses después del cumpleaños de Gerald, el calor del verano se empezaba a apagar lentamente, y el aire de septiembre traía consigo la promesa de algo nuevo. Sentía en el pecho ese nerviosismo silencioso que solo se siente cuando algo verdaderamente importante está a punto de pasar.

Esta vez, no era solo una cena. Era el cierre de un ciclo… y el inicio de otro.

Quise preparar una sorpresa para Geraldine, algo especial, algo que recuerde y que lo pueda contar como una historia maravillosa, algo que no tenga vergüenza ya que era algo que ella quería… que los dos queríamos.

Decidí invitar a toda la familia, este era más que una cena era un evento que marcaría el comienzo de algo.

Salí a iniciar los preparativos, compré una serie de luces en la plaza, velas rojas y blancas, y como olvidar los ingredientes para la comida.

La mesa ya estaba servida, puse las guirnaldas de luces cálidas colgando entre los pilares de mi apartamento y las velas distribuidas con sutileza sobre la mesa. Había preparado cada detalle con paciencia, mantelería blanca, copas de cristal fino, servilletas de tela, y un menú que mezclaba platos elegantes con sabores hogareños. La noche era perfecta.

Fueron llegando poco a poco.

Daysi, la madre de Ger, llevaba un vestido largo color vino tinto que le favorecía el tono de piel. Llevaba el cabello recogido en una trenza lateral, y olía a jazmín fresco, ese tipo de aroma que se nota sin abrumar. Carlos, su padre, con una camisa celeste arremangada y pantalones beige, olía a loción de afeitar con fondo amaderado, sobrio, elegante, masculino. La pequeña hermana de Ger corría por el césped con su vestido blanco con flores rosadas y unas trenzas adornadas con lazos. El hijo de Daysi, en cambio, venía con jeans oscuros, una chaqueta casual y un perfume especiado que dejaba rastro al pasar, discreto pero firme.

Y entonces, llegó ella.

Geraldine apareció en la entrada con un vestido cruzado de satén color esmeralda. El escote en V realzaba de manera natural sus pechos, que se movían con cada paso como una provocación suave. La tela se ceñía a su figura y caía justo sobre sus muslos, dejando ver sus piernas torneadas y brillantes por una ligera capa de aceite de coco. Llevaba tacones nude que estilaban su postura y un maquillaje tenue que resaltaba sus ojos oscuros. Su perfume era inconfundible: una mezcla dulce y profunda, con vainilla, ámbar y una nota de sándalo que me volvía loco.

Me sonrió como si lo supiera todo.

Durante la cena, hablamos de todo. De lo que habíamos vivido, de cómo nos habíamos encontrado, de los meses en los que el amor floreció entre citas robadas y caricias contenidas. Se reían, se servían vino, la música sonaba de fondo. En un momento me levanté, hice sonar mi copa con una cuchara, y me puse de pie.

—Quiero agradecerles por estar aquí esta noche. Porque esta familia, que no nació de la sangre sino del amor, se ha convertido en el centro de mi vida. Y hay algo que esta noche no puedo seguir guardando.

Todos me miraron. Ger también. Y sus ojos se agrandaron cuando me arrodillé frente a ella.

Saqué una pequeña caja azul.

Dentro, un anillo doble, dos bandas de plata finísima, cruzadas, entrelazadas, que al unirse formaban el símbolo del infinito. Un detalle sencillo, pero eterno.

—Ger, desde que llegaste a mi vida, me hiciste cuestionar mis miedos, mis ideas, mis límites... y me hiciste entender lo que es amar de verdad. Quiero que seas mi compañera, mi fuerza, mi paz. ¿Te casarías conmigo?

Ella se tapó la boca, rompió en lágrimas, y entre sollozos me abrazó fuerte.

—Sí. ¡Sí, claro que sí!

Todos aplaudieron. Nos besamos como si el mundo se hubiera hecho pequeño.

Después de es Si sabia que todo iba a cambiar, así que primero, tuve que organizar mis planes, decidí que la boda no se iba a realizar en típica iglesia del pueblo, me tomé el tiempo de rentar una casa con su propio bosque privado, era el lugar perfecto, un lugar lo suficientemente grande para las personas que nos iban acompañar y los invitados extras.

El lugar era único y mágico, tenía un olor a húmedo, era encantador. Primero las sillas, quería algo que haga juego con la naturaleza, así que decidí cortar troncos para hacer un gran asiento perfecto para unas cinco personas, y en su respaldar puse guirnaldas de luces que hacía darle juego con ese color cálido.

Para el altar quería algo sencillo, puse un velo blanco y otro turquesa que tapara la parte de atrás de la casa, y como cereza de esta gran obra, una alfombra de flores que marcara el comienzo, la entrada de la vida que estábamos esperando.

Como briza el dia de la boda llegó.

Fue una ceremonia sencilla, pero llena de significado, bajo un cielo que comenzaba a teñirse con los colores cálidos del atardecer. El aire olía a tierra fresca y flores silvestres; una mezcla viva, auténtica, que parecía hecha a propósito para ese momento.

Gerald estaba hermosa... deslumbrante. Llevaba un vestido blanco ceñido a la cintura que acentuaba la curva perfecta de sus caderas, con transparencias bordadas a mano en la zona del pecho que apenas dejaban entrever el inicio de sus senos. La falda caía con una suavidad tan etérea que se movía al ritmo del viento como si el mismo aire la quisiera tocar. Su cabello, suelto y peinado en ondas suaves, caía sobre sus hombros desnudos con una naturalidad que me cortó la respiración. Llevaba un tocado de pequeñas flores blancas, entrelazadas como si fueran parte de ella.




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