Era una de esas noches cálidas, veraniegas, con una brisa que te acaricia entero. La luna estaba llena, su aura era azul y reflejaba una luz de un tono violáceo sobre el llano. Solo escuchábamos apenas la brisa, y un poco más, el quejido de los árboles que movía ese viento alentador.
Estábamos tomados de la mano mirando el horizonte, ese horizonte que no existía a simple vista, solo estaba en nuestras cabezas, en nuestras mentes. Seguíamos tomados de la mano. Yo la miraba y no le sacaba los ojos de encima. Francesca solo miraba a la nada o a todo. Estaba absorta, casi hipnotizada. Estábamos solo iluminados por la luz de luna y, por momento, con la luz que emanaban algunos bichitos sobrevivientes de tanto en tanto. Francesca tenía los ojos llorosos, pero se notaba que no era de tristeza, eran de, sin dudas, de emoción.
- ¿Qué pensás, Francesca?
- Nada…
- ¿Nada? Dicen que la mente hu…
- …mana nunca descansa!!-interrumpió ella.
- Siempre con ese cuento, la mía sí descansa. Tal vez no sea una persona normal. Pero eso ya poco importa acá. Desamparados y solos.
- No creo que no seas normal, simplemente o no me querés contar lo que pensás o, pensás en algo y no te das cuenta en que. El inconsciente.
- Ufffff – refunfuñó Francesca –
¿Por qué para vos siempre tiene que tener explicación? Hay cosas que no la tienen y no hay que desesperarse ¿Cómo explicas un amanecer? ¿Una lluvia?
¿El amor?
- Mmmmm…bueno…hay cosas que no tienen explicación, es verdad…pero lo que vos estás pensando si…
- (con cara de muy enojada)
- Jajajajajajajajajajajajajajajajaja…te estaba cargando –mientras la abrazaba bien fuerte
- Sos malo a veces – dijo mientras sonreía con toda su boca mostrando sus hermosos dientes blancos.
Quedamos abrazados un rato, acostados sobre una cobija hecha de tallos y hojas. Estábamos boca arriba, uno al lado del otro, mirando a las estrellas. Notamos que se veían muchas mas estrellas noche a noche, era evidente que la contaminación estaba mermando.
Esa noche dormimos plácidamente. El calor de la noche nos abrazaba mientras nosotros mismos también lo hacíamos el uno al otro. Estábamos conformando una pareja, pero pensaba que eso era casi inevitable. Pensaba que yo no la había elegido y que ella tampoco lo había hecho.
No sabía ni me engañaba. Ese mundo sin vecinos y sin prójimos nos había obligado a estar con una mujer, o mejor dicho, con la única mujer que había encontrado en ese planeta desierto, o mejor dicho, en esa parte del planeta que estamos habitando, o la parte que podíamos ver al menos, totalmente desierto.
Extrañaba mucho a mi mujer, mientras estaba abrazado a Francesca. Sentía una gran atracción por ella, sentía que tenían mucha “piel”. Pensaba que Francesca era una mujer demasiado bonita y que en realidad había tenido suerte de haberla encontrado a ella y no a otra mujer que no fuera tan agraciada físicamente ni tan joven como ella.
Por momentos me atormentaba estar en ese lugar desierto y solo tener relación con ella, solo con ella. Pero no quería pensar demasiado, pero en ese lugar, en ese tiempo sin mucho por hacer, en realidad, sin nada para hacer, era totalmente inevitable no pensar. En ese silencio, con esa luna o ese sol iluminándonos. Creía que podía volverme loco en esa situación. Sabía que no era un escenario normal. Más allá de que había dejado la gran ciudad hacía años, cuando quería un poco de locura viajaba a Buenos Aires y volvía con un poco de tecnología. A mí me gustaba la tecnología más allá que había elegido vivir en un lugar apartado de todo eso. Pero ahora en ese lugar no sabía dónde podía conseguir algo que me hielera recordar todo lo que el ser humano había evolucionado en el último siglo y medio. Eso me volvía un poco loco, no saber que era de todos los demás, porque no se veía a nadie más con vida, ni siquiera nos topábamos con cadáveres. No sabíamos realmente que era lo que había pasado. Francesca era mucho más simple que yo y no se hacía esos planteos filosóficos, sus grandes problemas eran como conseguir comida y agua. También eran mis preocupaciones. El tiempo parecía pasar en cámara lenta. Un minuto parecía una hora. Ya no sabía qué hacer ni de qué hablar. Extrañaba, increíblemente en mí, esos estúpidos programas de tv para que me hicieran pensar en nada. Necesitaba tener mi mente en blanco, me era casi inevitable que eso me ocurriera. Me cansé de pensar sentado sobre una roca hasta que le dije a Francesca que iría a dar una vuelta.
- Me voy un rato para el oeste.
- Tené cuidado, nunca fuimos para esos lados.
- Por eso mismo. Quiero ir para ver que hay y si encuentro más alimento. Tal vez algún animal.
- Ok. Pero cuídate. Tengo miedo de quedarme sola acá.
- No creo que nadie te moleste – le dije en sorna –
- ¡Qué tonto!
- Bueno, vengo en un rato. Cuídate.
- Vos también.
Emprendí mi viaje. Calculaba que eran las dos de la tarde por la posición del sol. Hacía bastante calor, yo calculaba unos treinta grados como mínimo. Camine unos cuantos metros y pude divisar como una bajada. Caminé lentamente. Cuando llegué hasta el final de ese camino de bajada vi un precipicio. Me acerqué lentamente. A unos cien metros por debajo de mi pude ver una cascada. Más agua, pensé. También pude ver un grupo de personas, parecían indios por como estaban vestidos. Se notaba como que su vida no había cambiado mucho por la gran explosión. Cuando me di vuelta para volver a nuestra choza y contarle a Francesca lo que había descubierto sentí con me agarraron de mis brazos dos fuertes manos y me lavantaron como medio metro del suelo.