Después de la ayuda que había llegado de China, Nicolai Besnotoff no fue el mismo. Sentía que se había traicionado así mismo y a su pueblo. Su pueblo había a paso ser un apéndice de China y eso lo enfermaba. Pero igualmente pensaba que no le había quedado otro remedio. Había evitado de esa manera el sufrimiento de su pueblo. Si no hubiera sido por su decisión todos hubieran muerto de hambre y/o de sed. Nicolai Besnotoff era un patriota, había pensado en el suicidio. Las imágenes que habían llegado del vaticano y el posterior “acting” de Borges con la niña menor habían sido demasiado para Nicolai. Y encima era utilizado casi como un mayordomo por parte del interventor que había enviado China. Su tristeza y su bronca no entraban en su cuerpo. Su familia no podía sacarlo de una gran depresión. La tristeza lo invadía. No podía tolerar ver a su pueblo, que siempre había sido valiente, bajo la bota de China, y de Brasil ya que a esta altura ya era lo mismo. Lo único que lo reivindicaba era que tanto sus subalternos como el pueblo lo seguían respetando y considerando. Para todos ellos él era un héroe por el simple hecho de haberlos salvado más allá de que sus convicciones eran otras: nunca entregarse. Nicolai pensaba todas las noches si esa entrega había valido la pena. Muchas noches se había levantado y había tomado el revolver que tenía en uno de los cajones de su mesa de noche. Se había apuntado su sien, se había puesto el caño en la boca pero nunca se había animado, no por miedo sino por no dejar a su familia y a su pueblo solos. Cuando llegó el interventor enviado por el gobierno de China, lo habían encerrado en un diminuto calabozo. Sufrió allí las torturas más atroces para sacarle información. Nunca reveló ningún secreto, mucho menos lo de la gran bomba. Una vez que lo dejaron libre, lo mudaron con toda su familia al palacio residencial, eran literalmente sirvientes del interventor. Nicolai era utilizado por toda su experiencia y sabiduría. Los chinos sabían que era una persona brillante y por eso lo exprimían a más no poder. Nicolai trabajaba dieciséis horas por día. Su familia otro tanto. A pesar de que sus hijos eran chicos, el nene tenía once y su hermana trece, eran explotados sin remordimientos. Nicolai no soportaba eso. Su resentimiento se hacía cada vez más fuerte. Los chinos eran perversos con los rusos. Ni hablar con las mujeres, las utilizaban como esclavas sexuales. Muchas morían por estar horas y horas con decenas de chinos. Prácticamente no comían ni dormían y muchas caían desplomadas sin vida. Nicolai se enteraba de todo eso, llegó un momento en que todos los desastres parecían algo normal, se había naturalizado y la gente en la calles parecían zombis. Nicolai también notaba que lo estaban domesticando porque de alguna manera había perdido su rebeldía, su espíritu crítico. Pero eso era en la superficie, en su interior ese fuego sagrado que siempre había tenido seguía latente. El conscientemente no se daba cuenta pero era algo que estaba por explotar de un momento a otro. Ver a semejante hombre sumiso a un régimen que aplastaba a todos era muy doloroso. La gente igualmente no se dejaba llevar por esa imagen porque sabían que en él, solo en él, estaba su salvador. Una noche logró robar una botella de vodka. Hacía meses que no tomaba de esa bebida que había sido la bebida nacional de su país hacía siglos. Al abrir la botella el aroma lo hizo viajar hacia el pasado. Recordó a su abuelo anarquista, a su padre que había sido oficial del ejército. Ya nada de eso quedaba. Se tomó el primer trago rápidamente. Luego otro y otro. A pesar de que siempre había tenido mucho aguante al alcohol, al comer tan poco y al hacer tanto tiempo que no tomaba, no se puso borracho pero si un poco colocado. Se detuvo un momento y dejó de tomar. Fue al baño y se lavó la cara. Se miró y solo vio a un cobarde. A un tipo que estaba entregado a una dictadura que él no había sido capaz de enfrentar. Ya era tarde. Era la medianoche. Fue al cuarto de sus hijos y los despertó. La despertó a su esposa y le dijo que lo siguieran. Fueron a la cocina y Nicolai abrió una puerta que estaba perfectamente camuflada. Su mujer y sus hijos miraban extrañados. Esa puerta daba a una larga escalera que bajaba unos cuatro metros. Al llegar abajo Nicolai comenzó a caminar más rápido y le pidió a su familia que apurara el paso y no se alejaran. Caminaron más de cien metros bajo tierra. Llegaron a otra escalera pero que esta vez subía. Era idéntica a la anterior por la que bajaron. Subieron y cuando Nicolai llegó arriba y vio la puerta pidió a su Dios o al de todos que la llave que tenía aún funcionara. Introdujo la llave, su mano temblaba, no podía abrir hasta que sintió un “click”. Abrió la puerta e ingresaron a un ambiente oscuro. Nicolai encendió una luz en la oscuridad. Conocía ese lugar de memoria. Al encenderse las luces, las caras de sus hijos y su mujer eran de una sorpresa que no podían explicar. Se miraban entre ellos. Ante ellos estaba la gran bomba. Era una mole de acero de unos cien metros de alto y de una circunferencia de cuarenta metros. Los científicos que la habían soñado y construido decían que podían destruir el planeta tranquilamente. Nicolai subió por una escalera que iba hacia la bomba pero que tenía un descanso a unos veinte metros de altura. Llamó a su familia. Una vez que estaban todos ahí, Nicolai encendió una pantalla. Ingresó su clave, miró a sus hijos y a su mujer y le dijo: