Irene se despertó con la respiración agitada y el pulso acelerado. Creía haber oído una voz de hombre llamándola. Sin embargo, eso era imposible: no se permitía la entrada de hombres en el monasterio durante la noche.
Miró a su alrededor y vio que las otras niñas con las que compartía habitación aún dormían. Nadie más parecía haber oído la voz. Irene se levantó y se cubrió con el manto. Era verano, pero las noches en los Alpes eran frías, y aunque algunas estancias del cenobio se calentaban con el hipocausto, estos estaban reservados para las monjas más ancianas, mientras que las niñas y jóvenes que se educaban allí debían conformarse con las habitaciones más frías.
Abrió con lentitud la puerta y al hacerlo se dio cuenta de que había una tormenta. ¿Era el ruido de la lluvia o de los truenos lo que la había sobresaltado y sacado de su sueño? Por miedo a despertar a sus compañeras, caminó descalza sobre los fríos suelos de mosaico y cerró la puerta despacio tras de sí. Antes de salir al peristilo, la galería porticada que rodeaba el jardín, tuvo la precaución de encender una lucerna y llevarla consigo. Tanto el patio como el peristilo que lo rodeaba estaban silenciosos y oscuros, solo iluminados ocasionalmente por algún relámpago, e Irene apenas veía unos pasos delante de ella, pero seguía oyendo una voz llamándola desde el exterior. Atravesó la puerta que conducía al atrio y allí se quedó mirando cómo las gotas de lluvia caían sobre el impluvio. ¿Había confundido el ruido de la lluvia con una voz? Irene se acercó al borde del impluvio y lo iluminó con la lucerna. Allí permaneció hipnotizada observando los círculos que dibujaban las gotas al caer sobre la superficie del agua.
—Irene, te estoy llamando. ¿Por qué no vienes? —oyó decir a una voz masculina bien conocida para ella.
Se volvió, sobresaltada.
—¡Padre! —exclamó, lanzándose en sus brazos y abrazándolo con fuerza—. No sabía que habías regresado. ¿Fue todo bien combatiendo a esos bárbaros?
El dux, un hombre maduro aún vestido con sus ropas militares, apartó ligeramente a su hija para poder mirarla a los ojos. Después, acarició su rostro.
—Voy a echarte de menos, Irene. Ni el rostro de Dios o de su Santa Madre pueden ser tan hermosos, ni sus ojos reflejar tanta bondad como los tuyos. Quisiera poder protegerte, llevarte conmigo a un lugar seguro. Lejos de lo que se avecina.
—¿Qué ha ocurrido, padre? ¿Dónde te marchas? Si se lo pides a la abadesa, me permitirá acompañarte. ¿Viajarás a Rávena? ¿Tal vez a Constantinopla? Me encantaría ver el mar.
El dux besó a su hija y cubrió sus hombros con su brazo.
—Salgamos. Hay algo que quiero enseñarte, Irene.
—No debo dejar el monasterio sin el permiso de la abadesa, padre. Y menos aún a medio vestir.
—No te preocupes por eso ahora, Irene. Acompáñame al palacio.
El dux caminó al exterior sin preocuparle la tormenta, e Irene, cubriéndose lo mejor que supo con su manto, lo siguió a través del jardín que separaba el monasterio de la residencia oficial del dux, la máxima autoridad militar en esa zona de los Alpes.
Irene vio alrededor del edificio bultos cubiertos con mortajas blancas. Algunos militares seguían trayendo más y más, formando una fila iluminada por antorchas que parecía extenderse hasta el infinito. Horrorizada, miró a su padre.
—¿Debo avisar a la abadesa y a las monjas para que acudan al hospital del monasterio para atender a los heridos? —preguntó la niña.
El maduro dux negó.
—Los heridos ya han sido atendidos. Los que ves aquí, Irene, no necesitan otra cosa que una sepultura en su tierra en vez de yacer abandonados en el campo de batalla.
—¿Los bárbaros os derrotaron, padre?
—Eran cientos de miles de personas desplazándose, decenas de miles de guerreros. Se han hecho con Forum Iulii y siguen avanzando por la calzada, en paralelo al río Po, saqueando, matando y arrasando todo a su paso.
Irene, asustada, abrazó a su padre. Después de escuchar eso, que la abadesa pudiese sorprenderla mojada y a medio vestir fuera del monasterio no le preocupaba tanto.
—Sé que solo tienes doce años, Irene. Pero has de ser fuerte. Ocúpate tú de poner en mis ojos y boca monedas para el barquero
—¡Pero eso son supersticiones paganas, padre!
—En mi isla de origen aún se siguen tradiciones que el cristianismo no ha podido borrar. Me enseñaron que un barquero lleva a los espíritus de los muertos al inframundo a través de un río llamado Lete. Al cruzar el río, los espíritus olvidan quienes fueron y a quienes dejan atrás, y eso les permite ser felices el otro lado. Pon dos monedas en mis ojos y otra en mi boca para pagar al barquero. No quiero permanecer a este lado del río, convertido en un fantasma y sufriendo por los que dejé atrás. Asegúrate también de que cuando traigan mi cuerpo, quede expuesto con los pies hacia la puerta. Si me colocan con la cabeza hacia la puerta, cuando saquen mi cuerpo mis ojos mirarán hacia atrás. Si eso ocurre no podré olvidar y permaneceré atado a quienes me lloran. No quiero que mi espíritu quede anclado a esta tierra atormentando a los vivos.
—Así lo haré, padre, cuando llegue el momento. Te lo prometo.
—Necesitarás también habas, habas negras, para aplacar a los espíritus de los muertos que quedaron insepultos en el campo de batalla y que ahora se están congregando alrededor de este sitio.
—Pero, padre, ya los están trayendo. Pronto vendrá el obispo, y tras rezar a Dios y a la Santa por su salvación, se les dará sepultura.
—¡No, no, Irene! Es urgente. Trae habas y arrójalas por el jardín, por encima de tu hombro hacia atrás, como te he contado que se hacía en tiempos paganos durante la Lemuralia. Has de hacerlo tú, ahora. Nadie se atreverá a hacerlo a la luz del día por temor al castigo de la Iglesia. ¡Corre, ve!
Ante la exhortación de su padre, Irene se apresuró a entrar en el monasterio y se dirigió a la cocina, donde buscó en los diferentes sacos y recipientes hasta encontrar habas, que guardó en una pequeña bolsa de tela que encontró allí.