Cuenta una antigua leyenda, que antes de que mi familia se convirtiera en la familia real, había alguien más. Pasé tiempo leyendo y releyendo los libros en la biblioteca del rey, pero nunca encontré nada más, los únicos argumentos que conocía eran esos que la gente del pueblo contaba.
Decían que un par de años antes de mi nacimiento, el rey Ebert era el gobernante absoluto, en compañía de su esposa y sus tres hijos. Muchos cuentos existían del cómo aquella familia se desplomó poco a poco, algunas creíbles y la mayoría no... lamentablemente las no creíbles eran las más interesantes, y son las que me he sabido toda mi vida.
El rey Ebert gobernaba como ninguno, teniendo consideraciones con su reino y sin descuidar a su familia, al dar a luz a su último hijo, la reina falleció, haciendo así que le reino completo se ensombreciera por un largo tiempo. El luto del rey afectó sus prioridades, haciendo así que el reino completo se revelara en su contra, pero todo indicaba que él no estaba dispuesto a ceder su trono. Conforme el pasar del tiempo, su hijo menor había enfermado y para desgracia del rey, éste falleció. El dolor fue tan grande, que algunos contaban que había hecho algún pacto con el demonio o algún tipo de hechicería, levantando así un poder que ganó el temor de muchos.
La gente del pueblo decía que con su poder, el rey pretendía regresarle la vida a su esposa e hijo, pero que en lugar de regresar a ambos a la vida, invocó a un alma perversa, una bestia con cara de serpiente, cuerpo de cocodrilo y agilidad de león; muchos se asustaron ante el poder de aquel ser, el cual aseguraban era del demonio, puesto que con un solo aliento era capaz de formar un nuevo infierno en la tierra. Aquella bestia era gigante -según decía la gente del pueblo-, con cuernos que le mismo diablo le había otorgado y alas que algún demonio le había cedido. Decían que el rey se había vuelto loco de tanto poder, y que para mantener a la bestia contenta la alimentaba de sus propios hijos, hasta que por último, fue ella quien se lo comió a él.
Claro, esta es la historia más exagerada que se había contado, pero como amante fiel de los cuentos de hadas... esta ha sido siempre mi favorita.
Y es así como todo empezó. Poco tiempo después de la misteriosa desaparición de la familia real, mi familia ascendió hasta el trono, siendo mi abuelo el primero en el linaje y después mi padre como sucesor. Así todo tuvo sus altibajos... pero la historia parecía repetirse.
Mi madre había muerto unos meses atrás, después de yo haber cumplido los diecinueve, provocando que mi padre desatendiera sus ocupaciones como rey, y como en todas las historias que había escuchado del rey Ebert, el reino se reveló.
Mi padre había decidido mantenerme a salvo, alejándome lo más posible del reino para asegurar mi bienestar; había aceptado gustosa, puesto que nada podía hacer yo en esas circunstancias, posiblemente si yo hubiese nacido varón no me hubiese alejado de su lado.
El rey había decidido enviarme lo más lejos posible, pero para mala suerte mía, eso significaba estar realmente lejos de ahí. Mi destino era un bosque a casi seis de viaje lejos del reino, en compañía de Dorothea —mi cuidadora y ama de llaves del castillo—, Morris el cochero y mis fieles compañeros... mis libros, hojas, pluma y tinta.
El fanatismo por las historias y cuentos de hadas narrados en los libros, fue lo que me llenó de emoción al saber cuál sería mi destino, pues según la gente del pueblo, muchas cosas sucedían ahí, realmente estaba ansiosa por saber todo acerca de ellas. Ya sé que estar en un lugar frío y húmedo como un bosque en las afueras de Londres no era algo que las personas realmente ansiaran, pero para una fanática de lo increíble como yo... eso era un paraíso.
Llevábamos ya cinco días dentro del coche -sin nuestro descanso en una posada-, ansiando llegar lo antes posible. Fue Dorothea con su acto de sacudir mi hombro levemente para despertarme, quien me avisó que estábamos por llegar.
Ya estábamos dentro del bosque, observando todo lo que ahí dentro se escondía. El cantar de las aves fue lo primero que captaron mís oídos, seguido por el sonido del río y las pisadas escandalizadoras de algunos animales mientras los caballos se habrían paso por el sendero ya cubierto de hojas y pasto. El lugar no parecía tan sombrío como me había comentado Dorothea, todo lo contrario, los rayos que traspasaban las ramas de los arboles le daba un aspecto armónico y brillante al lugar.
Saqué la cabeza por la ventana del coche, y a lo lejos divisé una cabaña un poco vieja. La emoción inundó mi estómago y chillé de alegría, provocando las risas de Dorothea y Morris. Mi padre había escogido bien, el lugar era calmado y lo suficientemente lejos del reino, por la cantidad de animales que en éste había, tampoco indicaba que hubiese cazadores cerca.
―Será mejor que toméis asiento, princesa, ya estamos por llegar― soltó Dorothea a mi lado, tirando de mi vestido para que tomara asiento.
Hice caso a su demanda, pero sin despegar la vista de la ventana, no quería perder detalle alguno del lugar.