El hedor a antiséptico y muerte se colaba por cada poro del Hospital General San Rafael. La Dra. Elena Suárez arrastró su maleta por el suelo de linóleo manchado, mientras las luces fluorescentes parpadeaban enfermizamente sobre su cabeza. Las tres de la madrugada. Su primer turno como residente de psiquiatría empezaba en el peor momento posible.
Un grito desgarrador atravesó los pasillos, haciendo que se le erizara el vello de la nuca. "Normal en psiquiatría", se dijo a sí misma, pero algo en ese alarido sonaba diferente. Más primitivo. Más... inhumano.
Las ruedas de su maleta chirriaban contra el suelo, produciendo un eco perturbador que rebotaba en las paredes descascaradas. A medida que se adentraba en el hospital, el olor a desinfectante se mezclaba con algo más, algo metálico y dulzón que le revolvió el estómago. Sangre.
—Bienvenida al infierno, doctora —susurró una voz a sus espaldas. Elena se giró bruscamente, encontrándose con una enfermera de edad avanzada. Su uniforme blanco estaba manchado con algo oscuro en el dobladillo. La mujer sonrió, mostrando unos dientes amarillentos y disparejos—. Soy Carmen, enfermera del turno nocturno. El Dr. Márquez la espera en su despacho. —Sin decir más, la enfermera se alejó cojeando por un pasillo lateral, perdiéndose en las sombras.
El despacho del director estaba al final de un corredor especialmente deteriorado. Las paredes mostraban marcas de arañazos profundos, como si alguien —o algo— hubiera intentado desgarrar el yeso con desesperación. Elena tocó uno de los surcos. Estaba reciente.
—Ah, Dra. Suárez, adelante. —La voz del Dr. Márquez la sobresaltó. Era un hombre alto y desgarbado, con ojeras tan pronunciadas que parecían moretones. Su bata blanca estaba impecable, en marcado contraste con el ambiente decadente del hospital—. Tome asiento, por favor.
Elena se sentó en una silla de cuero agrietado. Un crucifijo torcido presidía la pared tras el escritorio del director, y bajo él, las sombras parecían moverse de forma antinatural.
—Su primera guardia será en el pabellón norte. El ala antigua —anunció Márquez, mientras sus dedos tamborileaban nerviosamente sobre unos expedientes manchados. Su voz tembló ligeramente al continuar—: Hay algunos... protocolos especiales que debe seguir.
Sacó un documento amarillento de un cajón y lo deslizó sobre la mesa. Elena leyó el título: "Procedimientos de Contención y Seguridad - Pabellón Norte (CLASIFICADO)".
—Primera regla: nunca, bajo ninguna circunstancia, entre sola en la habitación 407. —Márquez se inclinó hacia adelante, su rostro repentinamente envejecido por el miedo—. Segunda regla: si escucha voces que la llaman por su nombre, ignórelas. No son sus pacientes. —Tragó saliva audiblemente—. Tercera regla: al amanecer, cualquier cosa que haya visto o escuchado durante la noche, queda en la noche. ¿Entendido?
Elena asintió mecánicamente, mientras un escalofrío le recorría la espalda. A través de la ventana del despacho, pudo ver el pabellón norte recortándose contra el cielo nocturno como una bestia agazapada. Las ventanas del cuarto piso —donde estaría la habitación 407— parecían ojos hambrientos observándola.
—Una última cosa, doctora —añadió Márquez mientras ella se levantaba—. Si ve a una enfermera llamada Carmen... repórtelo inmediatamente. Carmen murió hace quince años en un... incidente en el pabellón norte.
El archivo se resbaló de las manos temblorosas de Elena, desperdigando papeles por el suelo. En uno de ellos, una fotografía en blanco y negro mostraba a la misma enfermera que la había recibido, sonriendo con sus dientes amarillentos junto a la fecha: 12 de octubre, 1989.
El grito volvió a resonar por los pasillos, más cerca esta vez. Y esta vez, Elena estuvo segura: no era humano.
Su primer turno acababa de comenzar.