Elena despertó en el suelo de la estación de enfermería, su bata manchada con un líquido oscuro y viscoso. El reloj marcaba las 6:13 AM. No recordaba cómo había salido de la habitación 407, pero las marcas de arañazos en sus brazos sugerían que no había sido un sueño.
Con manos temblorosas, extrajo el archivo polvoriento de Carlos Rodríguez del gabinete oxidado. Las fotografías que contenía le revolvieron el estómago: paredes cubiertas de sangre, símbolos grotescos tallados en la carne, y el cuerpo... Dios, el cuerpo.
Carlos había sido encontrado desmembrado en la habitación 407. La versión oficial decía "automutilación", pero las fotos contaban otra historia. Ningún ser humano podría haberse arrancado los brazos con tanta... precisión. Y esas marcas de mordidas no correspondían a ninguna especie conocida.
Las notas psiquiátricas revelaban un patrón perturbador:
Día 1: Paciente admitido por esquizofrenia paranoide. Menciona "voces en las paredes".
Día 7: Estado agitado. Insiste en que "ellos" lo observan mientras duerme. Marcas inexplicables aparecen en su cuerpo.
Día 13: Encontrado lamiendo sangre de las paredes. Afirma que "es la única forma de mantenerlos contentos".
La última entrada, escrita con letra temblorosa, incluía un dibujo. Elena tuvo que correr al baño a vomitar cuando lo vio. La criatura retratada desafiaba toda lógica anatómica: una masa retorcida de miembros y bocas, con ojos que parecían seguirte incluso desde el papel.
—Veo que has encontrado a Carlos —la voz de Carmen la sobresaltó. La enfermera muerta estaba sentada en el escritorio, su uniforme ahora completamente empapado en sangre—. Fue el primero que entendió lo que realmente habita en la 407. Pero no el último.
Elena retrocedió, pero su espalda chocó contra algo suave y húmedo. Las paredes palpitaban como si estuvieran vivas.
—Cinco más siguieron a Carlos —continuó Carmen, sus ojos volviéndose negros—. Todos ellos alimentaron a los que moran entre dimensiones. Pero ninguno fue... suficiente.
De un archivador cercano, Carmen extrajo más expedientes. Cada fotografía era más grotesca que la anterior. Cuerpos contorsionados en ángulos imposibles, rostros congelados en gritos eternos, y esas marcas... siempre las mismas marcas rituales.
—¿Qu-qué son? —logró articular Elena.
La sonrisa de Carmen se ensanchó inhumanamente. —Antiguos. Hambrientos. Y muy, muy pacientes. El Dr. Hernández los invitó en 1952. Abrió puertas que debían permanecer cerradas. Y ahora... —Su cabeza giró 180 grados con un crujido húmedo—. Ahora necesitan nuevos anfitriones.
Las luces parpadearon violentamente. En las sombras intermitentes, Elena vio que el cuerpo de Carmen se fragmentaba, dividiéndose en segmentos imposibles. De su boca abierta emergían tentáculos negros que se retorcían hacia el techo.
—Carlos lo entendió al final —gorjeó la cosa que ya no era Carmen—. Por eso se arrancó los ojos. Para no ver lo que venía a reclamarlo. Pero tú, doctora... —Los tentáculos se acercaron a Elena, dejando rastros de baba negra—. Tú serás testigo de todo.
Un grito agudo resonó desde la 407. Elena reconoció la voz: era la suya propia, pero de alguna manera... distorsionada. Como si estuviera siendo emitida desde otro plano de existencia.
—Es hora de tu terapia, doctora —susurró la aberración, mientras las paredes comenzaban a sangrar—. Los pacientes te esperan.
Y en la oscuridad del pabellón norte, los antiguos moradores de la 407 se prepararon para recibir a su nueva residente.