El cuerpo de Elena temblaba incontrolablemente mientras se acurrucaba en el rincón de su oficina. El recuerdo de María siendo devorada por las sombras se repetía una y otra vez en su mente. Pero había algo más, algo que había notado entre el horror: patrones.
Con manos temblorosas, extendió los expedientes sobre su escritorio. Las muertes siempre ocurrían en luna nueva. Las víctimas reportaban voces antes de morir. Y siempre, siempre había sangre que parecía brotar de las mismas paredes.
—Piensa como médica -se dijo a sí misma—. Tiene que haber una explicación...
El calendario en la pared captó su atención. Esta noche era luna nueva.
Un goteo constante interrumpió sus pensamientos. Al principio creyó que era una tubería rota, hasta que vio el líquido oscuro que se filtraba entre los ladrillos. Era espeso, casi negro bajo la luz mortecina, y olía a óxido y putrefacción.
Las paredes comenzaron a palpitar.
Era sutil al principio, apenas perceptible. Pero gradualmente, el movimiento se hizo más evidente. Las paredes se expandían y contraían como si estuvieran respirando. En las grietas, algo se retorcía.
De repente, las luces se apagaron por completo.
En la oscuridad total, Elena escuchó algo arrastrándose por los conductos de ventilación. No era el sonido metálico de antes. Era húmedo, viscoso, como si algo masivo y gelatinoso se deslizara por los ductos.
—Doctoraaaa... —La voz de María, distorsionada y corrupta, resonó desde arriba—. Hemos encontrado la verdad en la oscuridad. Ven, únete a nosotros...
Un ruido ensordecedor de metal retorciéndose llenó la habitación. La rejilla de ventilación se desprendió violentamente, cayendo al suelo con un estruendo. De la abertura comenzó a brotar una masa negra y pulsante.
Elena encendió la linterna de su celular, algo que inmediatamente lamentó. La cosa que emergía del conducto era una amalgama grotesca de carne retorcida y tentáculos. En su centro, podía distinguir rostros: el de María, el de Carmen, y otros que no reconocía, todos fusionados en una masa palpitante de carne y horror.
—Los antiguos nos han mostrado maravillas —gorjearon las voces al unísono. Los rostros se estiraban y contraían de formas imposibles—. Deja que te mostremos...
Un tentáculo viscoso se disparó hacia ella, rozando su mejilla y dejando una quemadura que ardía con un frío sobrenatural. Elena rodó bajo su escritorio justo cuando más apéndices atravesaron el aire donde había estado su cabeza.
La masa deforme se derramó completamente en la oficina, expandiéndose como un charco viviente de oscuridad y horror. Los rostros en su superficie gritaban y reían simultáneamente, sus bocas abriéndose en ángulos imposibles para revelar hileras interminables de dientes.
—¡La sangre llama a la sangre! —cantaban las voces—. ¡Los símbolos deben ser completados!
Elena notó con horror que las quemaduras en su mejilla comenzaban a formar los mismos símbolos que había visto en las paredes de la 407. Su piel ardía mientras los patrones se grababan en su carne.
—Tu sangre es especial —susurró la voz de Carmen desde algún lugar dentro de la masa—. Tu sangre puede abrir la puerta definitivamente...
Las paredes continuaban sangrando, pero ahora el líquido fluía hacia arriba, desafiando la gravedad. Los símbolos en las paredes brillaban con una luz enfermiza, palpitando al ritmo de un corazón monstruoso que latía en algún lugar más allá de la realidad.
Elena corrió hacia la puerta, pero esta se cerró violentamente. En la madera comenzaron a formarse rostros en relieve, bocas que se abrían para revelar ojos, y ojos que se convertían en bocas.
—No puedes escapar —rió María, su rostro emergiendo de la masa para estirarse grotescamente hacia Elena—. Nadie escapa de los antiguos. Pregúntale al Dr. Hernández...
Un tentáculo se enroscó alrededor del tobillo de Elena, la carne alienígena quemando su piel mientras más símbolos se grababan en su carne. El dolor era insoportable, pero algo peor que el dolor era el conocimiento que comenzaba a filtrarse en su mente.
Porque ahora, mientras la oscuridad la envolvía, Elena empezaba a entender los símbolos. Empezaba a oír los susurros de los antiguos. Y lo peor de todo, empezaba a comprender por qué el Dr. Hernández había abierto esas puertas en primer lugar.
La luna nueva apenas comenzaba, y la noche era joven en el pabellón norte.