Los símbolos ardían en la piel de Elena mientras se arrastraba por las escaleras hacia el sótano. La cosa que había sido María y Carmen no la perseguía, pero podía escuchar sus risas distorsionadas rebotando en las paredes. Estaban jugando con ella.
El sótano del hospital era un laberinto de archivos antiguos y equipamiento médico abandonado. El aire estaba cargado de moho y algo más dulzón y putrefacto. Entre las estanterías oxidadas, camillas manchadas proyectaban sombras que parecían moverse por sí solas.
—Tiene que estar aquí —murmuró Elena, recordando las palabras de María sobre el Dr. Hernández. Sus dedos sangraban mientras revolvía entre cajas polvorientas, dejando marcas carmesí que, inquietantemente, comenzaban a formar los mismos símbolos que tenía grabados en la piel.
Un ruido metálico la hizo voltearse. Una camilla antigua se había movido sola, revelando una trampilla en el suelo. La madera estaba marcada con símbolos familiares, tallados profundamente en la superficie.
Elena dudó. Cada fibra de su ser le gritaba que corriera, pero los símbolos en su piel palpitaban, llamándola. Con manos temblorosas, abrió la trampilla.
El hedor que emergió fue indescriptible. El compartimento oculto contenía una caja de metal corroída. Dentro, envuelto en tela manchada de sangre seca, encontró el diario del Dr. Víctor Hernández.
Las páginas estaban amarillentas y frágiles, algunas pegadas entre sí con una sustancia oscura que Elena prefirió no identificar. La primera entrada, fechada en 1952, parecía normal:
"Los pacientes del pabellón norte muestran una susceptibilidad única a ciertos estímulos. Sus alucinaciones comparten patrones inquietantes. Todos hablan de los mismos símbolos, las mismas presencias. Esto no puede ser coincidencia."
Las entradas siguientes se volvían progresivamente más perturbadoras:
"Marzo 15, 1952: Los símbolos tienen poder. Cuando los dibujo con sangre, las paredes... responden. Puedo escucharlos susurrar."
"Abril 3, 1952: He encontrado textos antiguos en las catacumbas bajo el hospital. Rituales prohibidos. Mencionan puertas entre dimensiones. Portales que pueden abrirse con el sacrificio adecuado."
"Mayo 17, 1952: Los pacientes son más receptivos después de la medianoche. Sus gritos... son cantos. Están llamando a algo. Algo antiguo."
La letra se volvía más errática con cada página:
"Junio 21, 1952: ¡FUNCIONÓ! El ritual... la sangre... las puertas se abrieron. Los vi. Son hermosos en su horror. Antiguos. Hambrientos. Me han mostrado verdades que ningún humano debería conocer."
Las últimas páginas estaban escritas con lo que parecía ser sangre:
"Ya no puedo dormir. Los veo en mis sueños. Entre las paredes. En los espejos. Me llaman. Me necesitan. Necesitan más sangre. Más sacrificios. Los antiguos deben alimentarse."
La entrada final era apenas legible, un garabato frenético:
"LOS HE LIBERADO. QUE DIOS NOS PERDONE. ELLOS SON ETERNOS. ESTÁN HAMBRIENTOS. Y AHORA... AHORA TODOS SOMOS PARTE DE ELLOS."
Adjuntas al diario había fotografías que hicieron que Elena vomitara. Mostraban los "experimentos": cuerpos mutilados en formas imposibles, dispuestos en patrones rituales. Rostros congelados en gritos eternos. Y en algunas imágenes, apenas visible en las sombras, algo observaba. Algo con demasiados ojos y bocas.
Un sonido húmedo la hizo levantar la vista del diario. Gotas negras caían del techo, formando charcos que comenzaban a moverse por sí mismos. Las paredes palpitaban con más fuerza.
—Has encontrado la verdad —la voz del Dr. Hernández resonó desde todas partes y ninguna—. Ahora entiendes por qué lo hice. Su belleza... su horror... es irresistible.
En las sombras del sótano, una figura emergió. Lo que quedaba del Dr. Hernández era apenas reconocible como humano. Su cuerpo era una masa retorcida de carne y tentáculos, sus múltiples rostros sonreían con dientes afilados.
—Bienvenida al verdadero conocimiento, Dra. Suárez —susurró la aberración—. Los antiguos te esperan.
Los símbolos en la piel de Elena ardieron como fuego, y en su mente, comenzó a entender. Los antiguos no solo querían sangre. Querían algo más. Y ella, como el Dr. Hernández antes que ella, era la llave para su liberación final.
La oscuridad del sótano se cerró sobre ella, mientras las risas de los condenados resonaban en la noche sin fin del pabellón norte.