La risa distorsionada del Dr. Hernández resonaba en los túneles mientras Elena se arrastraba hacia la salida del sótano. Los símbolos en su piel ardían con cada movimiento, pulsando al ritmo de un corazón alienígena que latía más allá de las paredes de la realidad.
El Dr. Márquez la esperaba en su oficina, su rostro más demacrado que nunca. Las sombras bajo sus ojos parecían moverse por voluntad propia.
—Veo que has encontrado el diario —dijo sin emoción—. Entonces ya sabes la verdad sobre el pabellón norte.
—El sanatorio —susurró Elena, las palabras quemando su garganta—. Este lugar... antes de ser hospital...
—Fue construido sobre las ruinas de un antiguo sanatorio para exorcismos —completó Márquez. Sus manos temblaban mientras servía un líquido ámbar en dos vasos—. Los monjes realizaban rituales aquí. Intentaban contener algo. Algo que llevaba milenios durmiendo bajo la tierra.
Elena observó cómo el líquido en su vaso se oscurecía, volviéndose negro y espeso.
—El Dr. Hernández encontró sus textos —continuó Márquez—. Creyó que podía controlar el poder que dormía aquí. Realizó los rituales al revés. En lugar de contener... —Su voz se quebró—. Liberó algo que debería haber permanecido eternamente sellado.
Las luces parpadearon. En las paredes, las sombras comenzaron a formar rostros que sonreían con dientes imposiblemente afilados.
—Cada luna nueva se alimentan —explicó Márquez, ignorando cómo su propio vaso ahora rebosaba de un líquido negro que se movía por voluntad propia—. Necesitan sangre para mantener el portal abierto. Pero no cualquier sangre...
—Sangre marcada —completó Elena, tocando los símbolos en su piel—. Como la mía.
Márquez asintió sombríamente. —Los símbolos son una infección. Se propagan de víctima en víctima. Cada persona marcada se vuelve un conducto, una puerta viviente para que ellos crucen.
Un grito distante reverberó por los pasillos. Las paredes palpitaron con más fuerza.
—¿Por qué no cerró el pabellón? —preguntó Elena—. ¿Por qué seguir admitiendo pacientes?
La risa de Márquez fue hueca. —¿Crees que no lo intentamos? Cada vez que intentamos cerrar el pabellón, los antiguos... se enfadan. —Su manga se deslizó, revelando cicatrices con forma de símbolos en su brazo—. La última vez que lo intentamos, perdimos a todo el personal del turno nocturno. Sus cuerpos... lo que quedó de ellos... apareció dispuesto en un patrón ritual en la 407.
El edificio entero pareció estremecerse. Un líquido negro comenzó a gotear del techo.
—Están hambrientos —susurró Márquez—. Y tú, Elena... tu sangre es especial. Los símbolos te han elegido. Eres la llave que han estado esperando durante décadas.
Las sombras en las esquinas de la oficina se alargaron, formando tentáculos que se retorcían hacia ella. En la oscuridad, Elena distinguió rostros familiares: Carmen, María, el Dr. Hernández... todos sonriendo con bocas que contenían más bocas.
—No podemos detenerlos —dijo Márquez, mientras las sombras comenzaban a envolverlo. Su piel se oscureció, agrietándose para revelar una carne alienígena que pulsaba con luz propia—. Solo podemos unirnos a ellos.
El grito de Elena se perdió en la oscuridad mientras los antiguos reclamaban a su nueva elegida, y el pabellón norte palpitaba con una vida aberrante que nunca debió ser despertada.
La noche apenas comenzaba, y los moradores de las paredes tenían hambre de nuevas verdades que susurrar.