Los antiguos textos del Dr. Hernández ardían en las manos de Elena mientras corría por los pasillos retorcidos del pabellón norte. Las páginas manchadas de sangre revelaban una verdad terrible: el portal no era una puerta física, era algo más primitivo, más antiguo. Era un punto de convergencia entre dimensiones, un lugar donde la realidad se había desgastado hasta ser tan fina como el papel.
Y cada sacrificio, cada gota de sangre derramada durante décadas, había estado alimentando algo. Algo que ahora estaba despierto y hambriento.
—Solo hay una forma —susurraron las páginas con la voz del Dr. Hernández—. Un sacrificio voluntario de sangre inocente. Sangre marcada por los símbolos, ofrecida libremente. Solo así se puede cerrar lo que nunca debió ser abierto.
Los símbolos en su piel palpitaban como estrellas moribundas mientras se acercaba a la habitación 407. El aire se volvía más denso con cada paso, cargado de esporas alienígenas que danzaban en patrones hipnóticos. Las paredes respiraban, exudando un líquido negro que formaba rostros que gritaban en silencio.
Con el bisturí en mano, Elena cruzó el umbral de la habitación maldita. El espacio interior desafiaba toda lógica: las paredes se curvaban en ángulos imposibles, el techo se perdía en una oscuridad que palpitaba con vida propia. En el centro, suspendida en el aire, una masa de tentáculos y ojos se retorcía como una corona de carne corrupta.
Las criaturas la rodearon, sus formas retorciéndose en la oscuridad. Eran hermosas en su horror: geometrías no euclidianas hechas de carne y sombra, seres que existían simultáneamente en múltiples dimensiones. Entre ellos, Elena reconoció rostros familiares: María, Carmen, el Dr. Márquez, todos transformados en avatares de algo más antiguo que el tiempo mismo.
—Has venido a unirte a nosotros —cantaron las voces en frecuencias que hacían sangrar sus oídos—. Tu sangre completará el ritual. El portal se abrirá completamente, y los antiguos caminarán de nuevo por este mundo.
Elena levantó el bisturí, su filo brillando con una luz enfermiza. Los símbolos en su piel ardían cada vez más intensamente, respondiendo al llamado de los antiguos. Pero había algo más en esas marcas, algo que el Dr. Hernández había descubierto demasiado tarde: los símbolos no solo eran una llave para abrir el portal.
También eran un sello para cerrarlo.
—La sangre es la llave —recitó Elena, recordando las palabras del diario—. Pero debe ser ofrecida voluntariamente. Un sacrificio consciente, no un festín forzado.
Las criaturas rugieron, sus formas expandiéndose para llenar el espacio imposible de la habitación. Tentáculos de oscuridad se lanzaron hacia ella, pero los símbolos en su piel brillaron como fuego, manteniéndolos a raya.
Con un movimiento fluido, Elena cortó sus palmas. La sangre brotó, negra y espesa, cargada con el poder de los símbolos. Pero en lugar de permitir que las criaturas la consumieran, comenzó a trazar nuevos patrones en el aire, símbolos más antiguos que los que el Dr. Hernández había usado.
—Mi sangre —declaró mientras su vida se derramaba en el ritual—. Mi elección. Mi sacrificio.
Las paredes de la realidad comenzaron a temblar. Los antiguos aullaron en frecuencias que hacían estallar las ventanas, sus formas retorciéndose en agonía mientras el portal comenzaba a cerrarse. La sangre de Elena, libremente entregada, actuaba como un sello primordial, forzando a las criaturas a retroceder a su dimensión de origen.
El último pensamiento de Elena, mientras la oscuridad la envolvía, fue que algunos sacrificios son necesarios. Algunas puertas deben permanecer cerradas, selladas con sangre y voluntad.
La habitación 407 implosionó en sí misma, llevándose consigo a los antiguos y a su última guardiana. Solo quedó su bata manchada de sangre y una nota garabateada apresuradamente:
"Algunos sacrificios son necesarios. Algunas puertas deben permanecer cerradas."
En el registro oficial, el pabellón norte figura como "en renovación". Pero los nuevos residentes aprenden rápidamente a no hacer preguntas sobre las manchas oscuras que aparecen en las paredes cada luna nueva, ni sobre los susurros que llaman su nombre en la oscuridad.
Porque en el Hospital General San Rafael, algunos secretos se llevan a la tumba... o a lugares mucho más oscuros.
Y en las noches de luna nueva, si prestas atención, aún puedes escuchar el eco de un último sacrificio, un recordatorio de que algunas puertas nunca deberían abrirse, y de que el precio de cerrarlas suele ser más alto de lo que ningún mortal está dispuesto a pagar.