Durante el viaje, Valery se hundió en un silencio opresivo, sin pronunciar una sola palabra. Sus ojos, fijos en el paisaje que se desvanecía en la oscuridad, eran lo único que revelaba su tensión interior. De vez en cuando, el fogonazo efímero de un cigarro encendido se reflejaba en el vidrio sucio del auto, un pequeño acto de rebeldía contra la calma tensa que la envolvía.
Alrededor de las cuatro de la mañana, un peso plomizo la venció, cortesía de la pastilla ansiolítica que había ingerido. Al quedarse dormida, su mente no le dio tregua, sino que la arrojó, sin red, a su recurrente pesadilla.
Esta vez, no era un simple sueño, sino un descenso a un lugar muerto y desolado. Se halló en medio de un bosque denso y retorcido, donde los árboles parecían garabatos esqueléticos. La única estructura que rompía la oscuridad era una vieja cabaña, una silueta negra y putrefacta que se erguía como un diente roto.
A medida que sus pies avanzaban, casi por voluntad propia, hacia la amenaza, las voces comenzaron. No eran susurros, sino un coro interno que taladraba sus sienes: «Regresen...», «Vuelvan por donde vinieron...», «Ayuda...», «Se arrepentirán...». La piel se le erizó de una manera tan violenta que sintió el frío del terror correr por sus venas.
Al estar cerca, el aire se volvió denso y pesado. Un olor, no solo a tierra húmeda, sino a putrefacción antigua, a carne descompuesta, se aferró a su garganta, penetrando hasta lo más profundo de sus pulmones.
Para ver a través de la diminuta ventana, tomó una caja de madera que se sentía pegajosa al tacto, un pedestal precario para su 1,62 de estatura. Se apoyó en ella y espió. Lo que vio le paralizó el aliento: era la misma anciana que había visto en el auto. La mujer estaba inmóvil, mirando un cuadro cuyo tema era un niño pequeño con una anomalía perturbadora: sus ojos eran de colores distintos, un zafiro helado y un profundo café que parecía absorber la luz.
El terror hizo que Valery perdiera el equilibrio en la caja. En ese instante, la anciana movió la cabeza. No fue un movimiento rápido, sino un giro lento y crujiente que se detuvo justo cuando sus ojos vacíos se encontraron con el punto exacto donde estaba Valery.
Con un pánico helado, Valery se deslizó de la caja, intentando que el crujido de la madera no delatara su presencia. Cuando se dio la vuelta para huir, la anciana ya no estaba en la ventana. Estaba a diez centímetros de su cara, su aliento a moho y tumba golpeándola.
—¡¡Váyanse!! —gritó la anciana, pero el sonido fue un aullido gutural, inhumano.
Valery no pensó, solo corrió. Corrió hasta que el ardor le quemó los pulmones y se desplomó jadeando detrás del tronco de un árbol gigantesco.
"¡Mierda, mierda, nooo, maldición!", los gritos de Héctor la arrancaron del sueño. El sonido no era interno, sino real, el golpe seco de sus puños sobre el volante.
—Estamos en medio de la puta nada y se me pincha la rueda. ¡Ahora! Dime, ¿qué pecado estoy pagando? ¿Y tú? —Héctor la miró con alarma—. Tienes la cara de quien acaba de ver a la Muerte. ¿Otra pesadilla?
Valery asintió, su cuerpo temblando.
—Sí, y volví a soñar con esa bruja. Gritaba: "¡¡Váyanse!!". Héctor, en serio, este viaje... ya no me tiene preocupada, me tiene aterrorizada.
—Valery, es solo un sueño. Los nervios. Ayúdame con esta maldita rueda.
Valery, sintiendo todavía el corazón martillándole el cuello, preguntó con voz quebrada:
—¿En qué te ayudo?
—Solo alúmbrame.
Héctor hizo una pausa, su ceño se frunció.
—Mira esto.
Valery acercó la luz. En el asfalto no había un simple pinchazo; eran dos clavos de hierro, gruesos, doblados y soldados en una forma primitiva de X, una trampa deliberada. El asombro se congeló en el rostro de ambos.
—¿Crees que fue intencional? —dijo Valery, su voz apenas un susurro.
Héctor comenzó a trabajar con una rapidez febril. Valery, sosteniendo la linterna, barría la oscuridad circundante.
Y entonces, lo vio.
Su sangre se heló, se sintió hueca. A lo lejos, justo al lado de un roble nudoso, estaba la anciana. No era una figura borrosa: era sólida, real.
—¡¡Mierda!! ¡No puede ser!
—¡¡ES ELLA, HÉCTOR, ES ELLA!! —gritó Valery con una histeria aguda.
Héctor se levantó de golpe y apuntó la linterna hacia donde Valery señalaba.
—¿A quién ves? ¿Qué es? ¡Un ladrón! ¡Yo no veo nada!
Valery lo miró, incrédula.
—¿No la ves? ¡Está ahí, parada, riéndose y mirándonos!
Héctor mantuvo la linterna encendida, luego miró a Valery, la preocupación mezclada con un miedo ajeno.
—Fea, no hay nadie. ¿De qué hablas? Sube al auto, ya terminé.
Valery estaba paralizada, las lágrimas le corrían por las mejillas.
—¡Pero si la vi! ¡Estaba ahí! ¡Tengo mucho miedo!
Héctor la abrazó con fuerza.
—Hermana, tranquila. Ya pasó. Tu mente te está jugando sucio otra vez. Pero confía en mí. Mientras estés conmigo, este hombre todopoderoso, pecho peludo, te protegerá, mi lady.
Valery, limpiándose las lágrimas con una mueca forzada, recuperó algo de su antiguo espíritu.
—¿De verdad venimos de los mismos padres? ¿O te botaron los payasos a la basura? Jaja.