Un sentimiento helado la oprimía, una certeza irracional, como si una fuerza silenciosa la estuviera arrastrando hacia aquel lugar que su mente lúcida se negaba a comprender. El estrés, denso y constante, le impedía analizar la punzada de ese presentimiento.
Observó la casa del tío de Antony. No había nada visiblemente anómalo para un pueblo con tan mala reputación, un nombre susurrado en voz baja. Aquello, lejos de tranquilizarla, acrecentó una incomodidad sorda. Solo la visión de don Andrés, trayendo la llave del garaje, rompió el silencio cargado.
—¡Eh, Antony! Traje la llave para que puedas abrir el candado. Mi mano tiembla cada vez más. Pasan los años y la lucha entre la llave, el candado y yo... sería un espectáculo. Jamás acierto.
Antony, cuyas risas con Mark sonaban ahora extrañamente huecas, asintió y se dirigió a recibir la llave.
—¡Héctor, acerca tu auto! Yo mientras me encargo del garaje.
Mientras Antony forcejeaba con la cerradura, Valery notó el pequeño y grotesco corral. Había gallinas, vacas y chivos, pero algo en su inmovilidad, en cómo la observaban, le recordó a su abuelo y su relato.
El chirrido agónico de la puerta de metal del garaje al ser levantada hizo que Valery se acercara a ayudar. Al hacerlo, miró a Mark, quien señalaba hacia algún punto en la que lo rodeaba, mientras Tatiana se cubría la cabeza, estresada, como si intentara bloquear un sonido que solo ella podía oír.
—Listo. Aquí pondrá Héctor el auto. Está un poco empolvado porque lleva muchos meses sin ser usado desde que mi hija se mudó a la gran ciudad.
El silencio posterior fue roto por un jadeo . Era Héctor, empujando el auto, que había muerto. La gasolina no le había dado ni para el arranque del motor. Todos se unieron en un esfuerzo conjunto y febril. Mientras, Valery vio a Andrés dentro del garaje, leyendo un periódico. Al sentir su mirada, el hombre plegó el papel con una rapidez antinatural y lo deslizó en su bolsillo trasero, como si el contenido fuera algo prohibido o, peor, peligroso.
—¡Mi niña! Ya que estás aquí, ayúdame a sacar la parrilla. Vamos a asar una carne para disfrutar de un momento... agradable junto a tus amigos.
Al dejar la parrilla en el patio trasero, una escena perturbadora: la tía de Antony, la señora Nelly, apareció arrastrando un pequeño chivo, su cuello en una correa, como si fuera una mascota que no caminaba, sino que se dejaba llevar a su destino final.
—Viejo, aquí tengo el chivito.
Don Andrés asintió y les indicó a todos que tomaran asiento en una mesa larga bajo un árbol cuyas sombras parecían más espesas.
—Vi que tienen cervezas. Antony, sube y saca dos botellas de lo que quieras, cortesía de tu tío.
Antony bajó con una botella de whisky y una de vino. En su entusiasmo forzado, sirvió un trago potente de whisky a cada uno. Trago tras trago, el mundo se fue volviendo más brumoso. Los tíos llegaron con una bandeja de carne.
—Tomen, en esta casa lo que menos se pasa es hambre. Encenderé el fuego para que asen la carne.
Todo eran risas cada vez más estridentes y momentos que se sentían falsamente buenos.
—Jóvenes, los tendré que dejar. La edad ya no acompaña para tan tarde. Mi vieja les dejó la habitación de arriba limpia para que descansen. Me daré una ducha y dormiré.
Alrededor de una fogata que crepitaron con las brasas del asado, asintieron. Las palabras de despedida sonaron como un eco hueco: "Que descanse", "que duerma bien", "cuídese", "gracias".
Completamente ebrio, Antony se levantó, tambaleándose como una marioneta con los hilos cortados.
—Quiero que sepan que los quiero mucho, amigos. Este pueblo sería muy aburrido sin la presencia de ustedes. ¡Propongo un brindis por la amistad!
Hicieron un esfuerzo para ponerse de pie, alzando sus copas temblorosas.
A las tres de la mañana, solo Tatiana y Valery seguían despiertas, la primera con una tensión que la hacía parecer a punto de quebrarse.
Valery se acercó a Tatiana, preguntando qué sucedía, sugiriendo ir a dormir.
—¿Puedo confiar en ti? —preguntó Tatiana, su voz un hilo quebrado, mientras se mordía las uñas hasta hacerlas sangrar.
Valery dejó su vaso en el suelo, el cristal resonando en el silencio. —Sí, claro, dime.
—Ustedes corren peligro. Deben irse lo antes posible de acá. Este pueblo cambia a las personas. Solo saca lo peor de ellas. Cuando despiertes, prométeme que te irás de acá. Por favor, prométeme que lo harás. Tú no mereces esto.
Mientras hablaba, la cara de Tatiana comenzó a licuarse, a derretirse lentamente, como si le hubiera caído ácido en el rostro. Valery miró a su alrededor: no había más que un cerco de árboles caídos y un paisaje que se extendía como un lienzo de ultratumba. A lo lejos, vio a Héctor. El tío de Antony lo estaba estrangulando, y Héctor, con un aliento final y sofocado, le gritó: —¡Corre, fea, corre!
Valery cayó hacia atrás, la visión destrozándole la mente. De la casa salieron Mark y Antony. Sus caras estaban desolladas, y sus ojos eran dos pozos blancos y sin alma. La miraron, y una risa profunda y gutural, como si viniera del mismísimo Diablo, retumbó. El grito se ahogó en el interior de Valery, y ella se lanzó a correr sin destino. Solo veía árboles caídos y sombras que se alargaban y bailaban. Los árboles, ahora, formaban un laberinto enmarañado que le cortaba toda ruta de escape.
Sin aliento, se dio la vuelta. Vio a su hermano frente a ella, su mandíbula desencajada, colgando rota a la fuerza.
—¡Despierta, despierta, DESPIERTA!