Habitacion numero 34

***

— ¿Crees que leer sobre el pasado te salvará del futuro, hermanita? —La voz brotó desde la oscuridad fangosa del fondo de la trampa. Ya no era el rugido gutural del demonio que había escuchado antes. Ahora era algo peor: una imitación obscenamente perfecta, casi quirúrgica, de la voz de Héctor. Sonaba a él, pero con una frialdad muerta debajo de cada sílaba.

Valery sintió una náusea violenta; el suelo parecía inclinarse bajo sus pies, amenazando con arrojarla al mismo abismo.

— No lo escuches, muchacha —susurró Don Juan. Sus manos esqueléticas temblaban con tal violencia que el cañón de su vieja escopeta repiqueteaba frenéticamente contra el marco de la ventana, como un metrónomo del pánico—. Eso no es tu hermano. Es el Diablo jugando con tu pena, usando su piel como un disfraz. Voy a meterle un cartucho entre los ojos y acabar con esta blasfemia.

— ¡No! —Valery le aferró el brazo al anciano; sus uñas se clavaron con una fuerza desesperada que no sabía que poseía—. ¡Es el cuerpo de mi hermano! ¡Es él! Si lo matas, matas cualquier esperanza de traerlo de vuelta de... de donde sea que esté.

Don Juan giró la cabeza lentamente y la miró con ojos vidriosos, nadando en confusión y terror antiguo.

— ¿El cuerpo de tu hermano? ¿Traerlo de vuelta? ¿De qué demonios está hablando, niña? Eso de ahí abajo no tiene alma.

— ¡Ahí abajo no hay esperanza, niña, solo condenación! —gritó la esposa de Don Juan, persignándose frenéticamente con dedos agarrotados—. ¡Mire sus ojos!

El aire de la casa se sentía denso, irrespirable.

— ¡Pero qué demonios ocurre en este maldito pueblo! —La mente de Valery se fracturaba. Cayó de rodillas, golpeando el suelo de madera—. Ya ni siquiera sé qué es real y qué no. Ya no sé si puedo seguir sola con todo esto. —El cansancio mental y físico la aplastaba como una losa de granito; ya no daban abasto para tal muchacha—. Un segundo... ¿Don Juan y aquel muchacho que venía conmigo?

El anciano frunció el ceño, una máscara de arrugas profundas bajo la luz mortecina.

— ¿Quién? ¿Antony? —la miró con curiosidad teñida de una duda temerosa.

— ¡Sí, él! ¿Dónde está? —Valery preguntó con un hilo de voz, sintiendo que la realidad se desmoronaba.

Marck le había dicho que aquel lugar era una especie de limbo, una antesala del infierno. Ella intentaba autoconvencerse desesperadamente de que Antony no estaba allí, atrapado en esta pesadilla, ya que él había estado con ella cada segundo, a su lado... ¿o solo había sido su propia mente aferrándose a algo familiar?

— Solo te vi a ti convulsionando en el suelo, niña. Y aparte de ti, no había nadie más. —La voz de Don Juan bajó un tono, volviéndose lúgubre—. Solo había una mancha oscura en el suelo, en la esquina del pasillo. Algo... oleaginoso. La seguí, pero no había nada. Fue como si el rastro de esa mancha se lo hubiera tragado la nada misma.

Valery se quedó lívida. Su imaginación conjuró formas grotescas recordándole como Antony desaprecio frente a sus ojos arrastrado por algo . Quería creer que estaba a salvo, lejos de aquí. Aun se cuestionaba lo de Marck: ¿Y si todo no era más que un sueño febril? ¿Acaso era posible una especie de limbo físico acá en este pueblo olvidado por Dios? ¿Con qué propósito sádico? ¿Y por qué ella podía adentrarse a tales profundidades del mismísimo infierno? No tenía tiempo para pensar más; el terror la impulsaba. Tenía que hallar respuestas. Tendría que ir a ese dichoso manicomio que mencionaron, pero primero necesitaba ver a... su hermano.

El que yacía atrapado en aquella trampa inmunda.

Valery, con lágrimas ardientes en los ojos, se asomó. Lo veía sin poder hacer nada, paralizada por el horror. El cuerpo de su hermano estaba cubierto de sangre fresca y seca; la carne alrededor de los alambres de púas palpitaba y se desgarraba con cada forcejeo espasmódico que hacía para tratar de escapar, como un animal rabioso en una jaula.

En un abrir y cerrar de ojos, la cosa que habitaba el cuerpo de Héctor dejó de luchar. Levantó la cabeza y se quedó mirando fijamente a Valery con una cara neutra, inhumana. Entonces, lenta, dolorosamente, comenzó a forjar una sonrisa. No era una sonrisa normal; se ensanchó de forma exorbitante, estirando la piel hasta el límite de la rotura, mostrando demasiados dientes y una negrura insondable en la garganta. Una mueca de tiburón en el rostro amado de su hermano.

— ¿Crees que saldrás de esto tan fácilmente? —La voz resonó en la cabeza de Valery más que en sus oídos—. Ni siquiera sabes a lo que te enfrentas, niñita. Te aconsejo que vuelvas por donde viniste, mientras aún tengas piel sobre los huesos.

Antes de que aquella abominación siguiera hablando, la esposa de Don Juan emergió de las sombras y le arrojó el contenido de un frasco a la cara: una especie de líquido amarillento y viscoso que siseó al contacto con la piel.

Valery retrocedió horrorizada al ver cómo la criatura se retorcía violentamente, contorsionándose como un caracol al que le han rociado sal ácida. Unos gritos sobrenaturales, una cacofonía de mil voces agonizantes, brotaron de su garganta, rompiendo con estruendo cada ventana de la casa de Don Juan. La cosa se arqueó en un ángulo imposible y expulsó un vómito blanquecino, denso como gachas podridas, veteado de sangre negra.

Aún convulsionando, dio un giro forzoso, con los huesos del cuello crujiendo, hacia donde se encontraba Valery. Sus ojos, ahora inyectados en sangre, la taladraron.

— Esto es solo el principio. No sabes lo que te espera, perra —graznó con una risa grave y demoníaca que se cortó en seco cuando la criatura procedió a desmayarse, colapsando sobre su propia inmundicia.

El silencio que siguió fue sepulcral. Don Juan y su señora se movieron rápidamente. La anciana miró seriamente a Valery con ojos llenos de un pavor indescriptible.

— No hay tiempo para explicaciones. Él... esa cosa... necesita descansar antes de que vuelva —dijo, mientras miraba al cielo con temor reverencial y se persignaba repetidamente.




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