Hoy me rompí. Lo hice frente a todas. Mis lágrimas se anunciaron frente a tres de las mujeres más importantes para mí: mi madre, mi tía y mi abuela. Lo hice porque no soporté más.
Había dolor en mi alma, tanto que exploté frente a alguien más, en un lugar donde las lágrimas no eran permitidas. Pero esta vez salieron con tanta fuerza que pude ver sus ojos preocupados y su seguridad titubear.
Hoy decidí contar mi historia porque quiero ser sincera conmigo misma y con quienes me rodean. Han leído mis cicatrices, mis pensamientos y parte de mi historia, pero quiero contarla toda.
Nací en un hogar cálido. Había abrazos, risas y mucho amor. Yo era una niña tímida, pero el brillo en mis ojos era increíble.
Ahora, al ver las fotos colgadas en mi pared, reconozco esa sonrisa en un rostro aniñado que alguna vez me perteneció. Mis padres se amaban; ellos eran la luz de mis ojos y yo lo sabía.
Mi abuela me adoraba, mi tía me consentía, mi padre me protegía, y mi madre siempre sabía qué hacer para hacerme sentir bien. Tenía los mejores primos de la historia, y mi hermano, aunque insoportable, era mi mejor compañero.
Los juegos, las risas y todo eso estuvo tan presente en mi vida que creí en el amor. En el amor puro, en ese que no lastima. Y lo disfruté tanto que ahora, al mirar atrás, lo extraño.
Crecí ahí. Era mi hogar, mi refugio. Pero cuando empezó a quebrarse frente a mis ojos, me confundí. Las personas que amaba eran extraordinarias, pero tenían sombras y matices que no comprendía. Estaba apenas entendiéndolo, tratando de descifrar por qué los amaba sin conocer realmente su oscuridad. Amaba verlos sonreír, pero no entendía por qué algunos necesitaban algo más para lograrlo: licor, tabaco, cigarrillos.
Entonces comprendí que crecí en una familia llena de amor y ternura, pero también cruda y real. Algunos días reía con ellos por las tonterías que dice un borracho; otros, veía cómo el alcohol creaba seres que sufrían. No lo entendía.
¿Por qué hacer algo que al final te lastimaba?
No lo entendí, pero seguí creciendo. Llegó la época de estudiar, y me gustaba. Era inteligente, me esforzaba por serlo, y me encantaba ver las sonrisas de orgullo de mis padres. Pero un día se dieron cuenta de que su niña era solitaria en la escuela, que no tenía muchos amigos.
"Es una niña normal", dijeron los doctores.
Mis padres trataron de entenderlo, y lo hicieron. Nunca me hicieron sentir mal, no intentaron cambiarme; me llenaron de amor. Pero esa niña se convirtió en una adolescente insegura, una que quería llamar la atención y caerle bien a los demás.
A los pocos años, un doctor me dijo que mi peso no era acorde a mi edad. Mis padres se preocuparon, pero como yo comía bien, pensaron que el médico había sido irresponsable al decírselo a una niña. Sin embargo, sus palabras se quedaron en mí. Empecé a comparar mi cuerpo con el de los demás. Yo era delgada, no tanto como para parecer anémica, pero sí lo suficiente para no tener curvas. Y entonces llegó la adolescencia.
Era solitaria, pero quería sobresalir. Me uní a un grupo de tres chicas, y por un tiempo, las amé. Pero mi familia seguía siendo mi refugio; con ellos disfrutaba más que con mis amigos. Mientras otros se relacionaban con naturalidad, yo me sentía fuera de lugar.
El grupo que tanto quise me dio la espalda. Aunque hubo razones claras, en ese momento no quise entenderlo. No les había agradado a mis amigas, y aprovecharon el primer error para soltarme. Después vi cómo se trataban entre sí y entendí que nunca pertenecí del todo.
Qué manía la del ser humano de querer ser parte de algo.
Aprendí, pero también empecé a señalarme a mí misma. Nadie me enseñó que no debía hacerlo. Los cuerpos de mis compañeras se desarrollaban, los romances florecían, y mi seguridad se esfumaba.
"Yo no soy como ellos", me repetía y eso me condenaba.
Ellos iban a fiestas, se invitaban a salir, bailaban. Yo bailaba, pero solo con mi familia. Ellos empezaron a beber, a hablar de sexo, a coquetear. Yo seguía aferrándome a mis padres.
Tal vez fui tan afortunada que la vida tuvo que recordármelo. Sentí rabia, rencor, celos y envidia hacia todo aquel que fuera distinto a mí. Creé un abismo por miedo a no gustarles, y de pronto, ni mi refugio fue seguro.
Quizá era la vida diciéndome que lo intentara, que no me quedara tan lejos. Pero cuando no pude imitarlos, me culpé. ¿Qué tenía de malo yo? ¿Mis brackets? ¿Mi obsesión por los libros llenos de magia? ¿O era mi cuerpo?
Me refugié en los libros. Leí de todo: romances dulces, historias oscuras que quitaban el aliento. Pero cuanto más leía, más anhelaba un amor como el de las páginas. Quería aventuras, pasión, finales felices. Mientras tanto, mi familia bailaba, reía, y yo solo leía.
Tal vez fui una tonta por no valorarlos en ese momento. Pero cuando al fin alcé la vista de mis libros y miré a uno de mis mejores amigos, pensé: "Por fin tendré mi amor de cuento".
Qué ilusa fui.
Hablé de él en el capítulo "La vez que me enamoré", pero nunca conté la verdad. Un mensaje mío rompió nuestra amistad. Me culpé por decirle que lo quería, porque después, todo cambió. Él me dijo que yo era especial para él, que me quería, pero que tenía problemas. Lo entendí, pero con el tiempo me di cuenta de que, en realidad, no quería estar a mi lado.
¿Alguien que te quiere se burla de tus sentimientos frente a sus amigos?
¿Alguien que te quiere destroza un corazón que no le pertenece?
Él lo hizo. No le importé. Y ahí perdí mi valor. No porque él me lo quitó, sino porque yo lo permití.
Con el tiempo, los problemas en casa se hicieron más claros. Desde pequeña me enseñaron a ser responsable, pero en esa época tomé un rol que no me correspondía: me comporté como la mujer de la casa.
Limpiaba con música alta, ayudaba a mi papá y a mi hermano en lo que podía mientras mamá trabajaba. Hasta que un día todo cambió. Mi padre se volvió alcohólico. Quizá ya lo era, pero con los años empeoró, y nuestros recuerdos se tiñeron de negro.