Hacia las estrellas

Hacia las estrellas

Hacia las estrellas

 

 

Desde su más tierna infancia, Stella sabía que algo le faltaba, sabía que los demás tenían algo de lo que ella carecía, una madre. En la casa de su tía Melisa (donde siempre vivió hasta sus once años actuales) no hubo día que no gozara de amor y buenas atenciones. Sus dos primas, hijas de Melisa, la consideraban su hermana, pero al cumplir nueve años (cuando conocieron la “verdad” de Stella) la despreciaron, porque otros familiares afirmaban que la madre de Stella practicaba la magia negra y que había maldito a muchos del círculo familiar. Entonces las primas de Stella, convencidas de que ella las destruiría, decidieron excluirla de las reuniones con amigos, dañaron su ropa, botaron sus útiles escolares y su libreta de dibujos a la basura. Desafortunadamente los escarmientos de su tía contra sus hijas no servían para nada. Esas niñitas eran un cadillo enterrado que se niega a ser retirado.

La tía sabía algo, pero decirlo significaba a ser encerrada en un manicomio o retenida por el FBI. Mientras hacia un amigurumi de perrito sentada en la mecedora, levantó la mirada hacia la puerta de la casa sin detener el movimiento mecánico de sus manos y sin cometer errores en los puntos y cadenetas. Vio a su sobrina sosteniendo una enorme mochila a reventar en su espalda.

Stella vestía jeans holgados; traía una camiseta rosada con muchas estrellas y un planeta que ella misma había pintado. Sobre su camiseta llevaba una chaqueta desgastada y remendada que había rescatado de la destrucción de sus primas. Encima de sus largos cabellos lisos y castaños tenía un gorrito de lana de color azul eléctrico.

Stella sabía que a unos metros estaba su tía, y la ignoró a propósito, puesto que no le pareció justo que no hubiera podido detener el abuso de sus hijas. Abrió la puerta para irse y no volver más, pero antes de abandonar la casa, su tía le dijo:

—Stella, hija, por favor, perdóname, lo intenté de mil maneras, pero fue imposible detenerlas.

Stella guardó silencio, pero se quedó bajo el umbral de la puerta esperando a que su tía prosiguiera.

—Sí, Stella…

Melisa se levantó de la mecedora, dejó el avance del perrito de amigurumi y los hilos sobre un asiento puff. Se aproximó hacia su sobrina, y al poner una mano en su hombro, Stella apretó el rostro.

—Vamos al sótano, allí te explico todo y responderé todas tus preguntas.

Stella aceptó, pero la furia no abandonó su alma. Mientras bajaban las escaleras de la cocina que conducían al sótano, la niña pensó en todas las cosas que la hirieron para restregárselas a Melisa en cara de principio a fin. Llegaron a un sótano sucio y descuidado, Stella bajó las escaleras y su tía cerró la puerta con llave desde adentro. Al llegar a su lado, luego de bajar las escaleras, Stella le ordenó que le contara de una vez por todas lo que sea que le hubiera guardado acerca de ella, pero Melisa sentenció:

—Aún no hemos llegado.

—¡Pero si ya estamos en el sótano!

—Este no es.

Stella no supo que cara poner, pero con el dolor de su ser, trató de desarrollar la paciencia la cual creyó imposible de sintetizar, mas lo logró con ejercicios de respiración que vio en YouTube cuando pensó en destruir a sus primas luego de largas sesiones de abuso.

Melisa abrió la puerta de una trampilla que estaba en una esquina del sótano, y Stella descubrió unas escaleras; cuando su tía descendió por ellas, unas luces a los costados del pasadizo se iluminaron mientras avanzaba. Stella siguió a su tía y muchas preguntas se formaron en su cabeza, y de una pregunta nacían tres más. Después de más de cinco minutos de descenso, la niña estaba agotada, y muy atemorizada por tantas historias de asesinatos que había visto en YouTube. Creyó que su tía la mataría y les daría su carne a sus primas endemoniadas, pero la pesadilla de su mente se pausó al llegar frente a una puerta de madera con un nombre labrado, decía: «Felicia».

—¿Quién rayos es Felicia? —preguntó Stella, con la cara arrugada como una adolescente rebelde.

—Es tu madre, Stella.

Stella quedó pasmada y se puso pálida como maquillaje de geisha.

—Mi… ¿mamá? —musitó.

Melisa le acarició la cabeza y asintió.

—¡¿Y por qué nadie me habló de ella?! ¡¿Y por qué me abandonó?! —preguntó Stella como una locomotora a toda marcha—. ¡¿Y por qué no me llevó con ella?! ¿Y por qué no hiciste nada con mis primas?

Melisa la interrumpió con voz serena y amorosa:

—Stella, yo sí te defendí de mis hijas desastrosas, pero ellas me acusaban de no amarlas por defenderte a ti. Me preguntaban hasta el cansancio por qué te protegía, pero como no les contestaba, ellas no dejaron de acosarte. Stella, tu madre es hija de un hombre y una mujer extraterrestre, pero ella nació con los genes de su madre, o sea, de tu abuela.

Stella escuchó, atenta, el relato de su tía Melisa el cual continuaba:

—La abuela era de un planeta acuático llamado Aldebarán AH, donde viven dos especies de humanos. Esos humanos son personas como los terrestres que han evolucionado paralelamente a nosotros; con órganos, grupos sanguíneos y con antígenos demasiado similares a los terrestres, pero incompatibles. Los humanaucos son la otra especie inteligente, con características corporales que les dan mucha ventaja en el agua.




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