Hades.
Entramos de nuevo en el local. Abrí la puerta de la entrada y puse mi mano sobre la parte baja de su espalda acompañándola a entrar. Pude ver como esbozaba una leve sonrisa, aunque al momento la cambió por una expresión de seriedad.
Llegamos a la barra y pedí un tequila para mí y un daiquirí de fresa para ella.
— ¿Cuándo piensas decirme tu nombre? —Pregunté.
La música a todo volumen hacía que tuviera que hablar más alto, o acercarme más a ella.
Pero por el momento elegí la primera opción.
— No me lo has preguntado —respondió.
Sonreí.
— Te lo pregunto ahora.
— No sé si decírtelo. Aún no te has ganado mi nombre.
— ¿Es en serio?
Asintió con una sonrisa malévola.
Vaya. Me estaba sorprendiendo toda la paciencia que estaba brotando de mí. Normalmente ya hubiera mandado a la desconocida a paseo... Pero algo me decía que no lo hiciera. Que me arrepentiría.
— Vale, desconocida. ¿Me cuentas algo de ti?
Volvió a reír. Y de nuevo, volvió a corregir su sonrisa mostrando aquella seriedad propia de ella.
— ¿Cómo qué?
— Como... quien te hizo tanto daño.
¿Muy directo? Sí, ¿verdad? Creo que sí. Me había pasado.
— ¿A qué viene eso?
Para haber soltado una pregunta tan personal, no se la veía molesta. Más bien, parecía curiosa por saber por qué había llegado a esa conclusión.
— Es que, cada vez que te veo sonreír, casi inconscientemente cambias esa sonrisa por una expresión reservada. Como si no quisieras que se te acercasen. Como si estuvieras a la defensiva. Con una especie de coraza que te impide abrirte a los demás.
Permaneció en silencio. Dio un sorbo al daiquirí, y me miró de reojo antes de contestar.
— ¿Estudias psicología o algo así?
Rio. Esa risa que me elevaba al Olimpo sin poder hacer nada para evitarlo.
— No, pero... Digamos que a lo largo de mi vida he conocido a mucha gente. Las experiencias me han hecho así, me han dado esa forma de pensar.
— ¿A lo largo de tu vida? —Volvió a reír, esta vez más enérgica—. ¿Cuántos años tienes? ¿Veinticinco, si acaso? Hablas como si tuvieras ochenta años.
Ay, si aquella desconocida en realidad supiera.
— Tienes razón.
— ¿En que tienes veinticinco?
— En que soy un tonto. Hablo como si hubiera vivido más de lo que en realidad he vivido.
Se quedó observándome fijamente. Decidí que era momento de picarla un poco. Esta vez sí que elegí la segunda opción. Me acerqué a ella para hablarle más de cerca.
— ¿Tú no me dices ni tu nombre y te crees que te voy a decir mi edad?
La desconocida elevó la cabeza y me miraba con aquellos preciosos ojos color azul intenso. Me encantaba aquella mirada. En esta ocasión, era diferentes a las que me había dedicado antes. Era desafiante.
— ¿Por qué quieres saberlo? —Preguntó soltando el daiquirí en la barra y regalándome toda su atención.
— Porque quiero poder dirigirme a ti de alguna forma, y no como “desconocida”.
— No —continuó—. Los nombres son para dirigirse a la gente por ellos. Eso es algo obvio. Te pregunto por qué quieres saber quién soy. Por qué yo. Podrías haberte fijado en cualquiera. Por qué en mí.
Era inteligente. Es que, simplemente, era inteligente. Y decidida. Y me llamaba esa forma de ser tan intrépida que tenía.
— Por qué llamaste mi atención. Cuando te vi, me pareciste diferente pero no por eso estoy contigo ahora mismo. Cuando estuvimos hablando, por poco que fuera, me encantó aquel momento. No quiero tan solo poder dirigirme a ti. Quiero conocerte. Me gustaría saber quién eres y no veo otro sitio mejor por dónde empezar, que por tu nombre.
De nuevo, la sonrisa brotaba de sus labios. Pero esta vez no hubo ningún reflejo inconsciente que hiciera que se desvaneciera. Esta vez permaneció ahí para mí.
— Buena respuesta, desconocido. Creo que ahora sí que te has ganado mi nombre.
— ¿Y bien? Ilumíname.
— Layla.
Música para mis oídos. Me pareció el nombre más bonito de toda la historia. Aunque creo que me pasaría con cualquier nombre que le perteneciera a ella.
— ¿Tiene Layla un apellido, por casualidad?
Rio, desviando su mirada hacia otro lado y volviendo hacia mí.
— No sé si te has ganado mi apellido.
Era difícil. No puedo creerme toda la paciencia que desbordaba de mi ser.
— ¿Y tú nombre?
— ¿Crees que te lo has ganado? —le respondí, tratando de jugar con ella como hacía conmigo.
— He estado aquí contigo más de media hora, me lo he ganado hace rato ya.
Tan solo por ese comentario se merecía saberlo.
— Me llamo Ha...
Idiota. Soy idiota. No puedo decirle mi nombre. O no debería. Aunque sea un nombre increíble, no hay demasiada gente que se llame así. Decidí usar uno falso. Al menos, por el momento.
— Aidan. Me llamo Aidan.
Me observó de nuevo.
— ¿Me lo prometes?
— ¿Qué?
— ¿Me prometes que ese es tu nombre?
— Claro, te lo prometo.
Crucé los dedos. Lo siento desconocida Layla, no era la primera vez que mentía ni sería la última.
— ¿Y por qué siento que me estás mintiendo?
— ¿Por qué te iba a mentir en mi nombre?
— Eso me pregunto yo.
A ver si la que estudiaba psicología no era ella.
Notaba como su trato hacia mí se enfriaba por momentos. Tenía que arreglarlo.
— Vale... Llevas razón y a la vez no. Aidan no es mi nombre. Es mi segundo nombre. El primero es... vergonzoso. No me gusta que la gente me llame así y por eso me llaman Aidan.
De nuevo, no averiguaba que pasaba por su mente. ¿Cómo era posible? No me había ocurrido en miles de años con ningún humano y de repente me ocurría con ella.
— Sabía que me mentías. Pero te perdono.
Te he seguido mintiendo y ni te has enterado, pero sí. Llevabas razón.
— ¿Y tu apellido? —añadió.
Ahora me daba miedo mentirle otra vez.