Hades

Capítulo 12. Hogar, dulce hogar

Hades. 

—Bueno, hemos llegado. ¿Qué te parece? 

Podía ver su confusión a través de su mirada.  

—¿El Olimpo está en una cafetería vieja y abandonada? 

Abrí la puerta. Estaba cerrada desde dentro con unos tablones que me encargué de quitar hace días, pero que me vi en la obligación de volver a colocar para que no apareciera por arte de magia ningún iluminado en otro continente. 

Al entrar un fuerte olor a cerrado te inundaba los pulmones sin piedad. Todo estaba sucio, lleno de polvo, aquel sitio llevaba precintado años, seguramente. Pero quitando todo lo malo que tenía, la decoración no era del todo horrible. 

—No me dirás que no tiene su encanto —. Musité, mirándola fugazmente. 

—¿Dónde? 

Solté una risa. La expresión de su cara ayudaba a que aquella escena fuera divertida. Estaba completamente fuera de su zona de confort, y aunque ella odiaba eso, a mí me resultaba entretenido. 

—Sígueme —musité. 

Caminé hacia el fondo de la cafetería. En la zona de la cocina estaba lo que nos conduciría a casa. 

—¿Qué cojon...? 

—Increíble, lo sé.  

Un portal interdimensional del tamaño de una portería de fútbol se encontraba al otro lado de la isla de la cocina. Era un hectágono. Sus bordes eran blancos y brillantes, muy brillantes. El interior solo era un color negro azabache que no dejaba ver lo que había al otro lado. 

Puede que fuera porque no había nada al otro lado. Aunque a la vez estaba todo.  

Sujeté su mano y la llevé hacia los pies del portal, cuando de un tirón se soltó y retrocedió varios pasos. 

—¿Qué ocurre? —pregunté confuso. 

—Que yo ahí no me meto. Eso ocurre. 

Fruncí el ceño. 

—No lo entiendo. Has sido la primera que me ha insistido en ir al Olimpo para hablar con los Dioses, y ahora ¿qué? ¿Te echas atrás? 

—Yo pensaba que iríamos de otra forma. 

—¿De qué forma? 

—No sé, alguna que fuera más normal. Esto es como visitar al Doctor Strange. 

Reí. No pude evitarlo. Siempre tan exagerada para todo, con lo sencillo que era. Un paso y estabas en Grecia.  

—Tardas más en discutir que en hacerlo, ¿lo sabías? 

—Que no. Y si digo que no es que no. Busca otra forma. O nos vamos en avión o lo que sea. Esto no. 

—De acuerdo, tranquilízate. Si no quieres no pasa nada. 

Me acerqué a ella y la abracé, tratando de que se relajara. Le dejé claro que no teníamos que cruzar el portal si no quería hacerlo. 

Y la muy inocente se lo creyó. 

Cuando la tuve en mis brazos la llevé de nuevo a los pies del portal, y mientras ella pataleaba y decía groserías impropias de una señorita civilizada, la solté en aquel vacío oscuro de un vuelco, pero no sin antes darle una indicación importante. 

—No contengas el oxígeno en tus pulmones o posiblemente colapsarán. Pero todo saldrá bien. 

Y era cierto. Si hacía lo que le decía, iría bien. Espero que entre tanto jaleo me hubiera escuchado. Yo creo que sí lo hizo. 

Luego crucé yo el portal. 

 

Cuando me quise dar cuenta, mis pies estaban pisando aquellas losas de mármol blanco. Alargué mi brazo y toqué aquellas columnas que indicaban la entrada de lo que una vez fue mi hogar. 

Llevaba tanto tiempo sin pisar por allí que todo era demasiado extraño como para asimilarlo sin más. 

Miré a mi lado. Layla estaba en el suelo, de rodillas, respirando con dificultad. Echaba la cabeza delante y otra vez atrás, conteniendo arcadas posiblemente. 

—¿Estás bien? —le pregunté, levantándola. 

A lo que ella me respondió con un puñetazo en la nariz. 

—Perfectamente —respondió jadeando. 

—Me alegro. Yo lo estaba. Antes. Del puñetazo digo. 

—Te lo has ganado a pulso. 

Lo peor es que llevaba razón. Yo la empujé al vacío de un portal y ella me partió la nariz. Era justo. No podía echarle nada en cara. 

—Vamos —añadí. 

—Dame un segundo. Siento como si me hubieran sacado los órganos y los hubieran vuelto a meter de cualquier manera. 

—Así me siento yo desde el minuto uno en el que llegamos. Pero no por el portal. 

Tenía sus manos apoyadas en las rodillas, con la cabeza baja. Me acerqué y le susurré mientras la ayudaba a incorporarse. 

—Se te pasará. Al menos no has vomitado, eso es una señal inequívoca de que no eres una mortal. Alégrate. 

—Estoy super alegre. ¿No se me nota? 

Y más sarcasmo. 

Cuando se encontró un poco mejor comenzamos a caminar hacia la entrada: dos grandes puertas de cinco metros de altitud y de un color dorado tan brillante que hacía arder tus pupilas si lo mirabas directamente. 

—Vaya... Esto es... 

—¿Pretencioso? ¿Narcisista? ¿Dando a entender que la grandeza de estás puertas es el reflejo de los “grandes” del interior? 

—Iba a decir bonito, Hades. 

Bueno, eso sí. Es bonito. Un poco simple el cumplido, pero sí. 

Toqué el pomo de la puerta con la intención de empujarlo. 

—Layla, bienvenida al hogar de cientos de Dioses y semidioses. Bienvenida al Olimpo. Pero que no te impresionen demasiado. Solo son Dioses. 

Y comencé a empujar las puertas hacia el interior, abriéndolas en cuestión de segundos para darme la mayor decepción que me había dado en mucho tiempo, y para dársela a ella. 

Allí dentro no quedaba nadie. 




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