El suelo más radiante que jamás hubiera podido imaginar y mucho menos ver, se encontraba bajo mis pies.
Las paredes eran de un color blanco, pero a la vez tenían reflejos del mismo color dorado que tenías a primera vista.
Era el lugar más gigantesco que había tenido la suerte de presenciar… Tanto que al principio me costó creer que aquello fuera real.
Acababa de entender la importancia de la situación.
Estaba en el Olimpo.
Sería mentira si negara que me he pellizcado varias veces desde el segundo uno que entramos por la puerta. No podía esperar a conocerlos a cada uno de ellos.
Pero, tal como el Dios del Inframundo situado a mi derecha me dio a entender segundos atrás, aquí no quedaba nadie.
—No se supone que debería estar lleno de… ya sabes… ¿Gente?
—Se supone.
No le quitaba los ojos de encima. Veía como la preocupación se apoderaba de él cada vez más a cada segundo que pasaba.
Casi podía escuchar las manecillas del reloj moviéndose, mientras nosotros estábamos quietos, sin saber por dónde empezar a resolver esto.
Y ese “tik—tak” mental y continuo era desesperante.
Comenzó a caminar y honestamente no sabía si seguir sus pasos o esperar a que volviera. Al caminar por aquellas losas de impecable mármol me sentía como si estuviera entrando a la fuerza en las parcelas del cielo cuando mi destino era ir al infierno.
No sé si me explico.
—¿Vienes o piensas quedarte ahí todo el día?
Buena pregunta.
Comencé a caminar detrás de él.
Había cuadros del tamaño de mi habitación colgados de la pared; por no hablar de las esculturas y estatuas que descansaban en el pasillo.
Más que el hogar de nadie parecía un museo.
—¿Por qué no están?
Él no sabía mucho más que yo, pero necesitaba que hablara conmigo acerca de por qué no había ni un alma en un lugar donde se supone que debería de estar lleno de Dioses.
—No lo sé.
Su tono de voz era firme y similar desde que entramos allí.
—¿Pero tienes alguna idea de que ha podido ocurrir? —añadí.
—Tengo muchas —respondió.
—¿Alguna buena?
—No.
Me lo imaginaba. Aún así probé suerte.
—Quizás han ido a buscar a los responsables… Ya sabes...
Rio fugazmente.
—¿En plan héroes? —dijo mientras se giraba para verme.
Asentí.
—Ya… No lo creo, cielo. Lo que creo es que los responsables los han encontrado a ellos y se los han llevado.
—¿Eres consciente de lo que estás diciendo? Dices que alguien a secuestrado a todos y cada uno de los dioses del mismísimo Olimpo —asimilé lo que acababa de decir—. No. De ninguna manera. Imposible.
Se acercó a una de las ventanas que separaban el interior del jardín trasero, donde se podía ver una piscina gigantesca desde donde nos encontrábamos.
Pasó la yema de los dedos por el cristal, que una vez estuvo en perfectas condiciones pero ahora se encontraba desquebrajado por una esquina inferior.
Se puso sobre una rodilla y lo observó con más detenimiento.
—Los que no hayan sido secuestrados habrán huido, Layla. Pero dudo que hayan sido muchos los que se hayan dejado atrapar.
Me señaló el cristal desquebrajado.
—Esto es provocado por uno de ellos.
—¿De los malos? —pregunté como una niña que se ha perdido en una peli de acción.
—De los Dioses. Si los hubieran atrapado, el forcejeo hubiera destrozado el Olimpo hasta los cimientos. Créeme.
—¿Qué hacemos entonces?
Se puso en pie y se giró para verme.
—Buscarlos. Tenemos que buscarlos a todos.
Y me di cuenta, de que para que él dijera en voz alta que necesitaba buscar a su familia, es que era un asunto demasiado serio. Demasiado peligroso.
Sobre todo por algo en concreto.
Si habían atrapado a todos los dioses, o si estaban en ello, pronto solo les quedaría uno a por el que ir.
Aquel que estaba a pocos metros de mí. Aquel que comenzaba a tomar consciencia de que corría un peligro inminente, y sobre todo, real.
—Vamos.
Y aunque nuestras intenciones fueran salir de nuevo por las grandes puertas doradas, algo nos detuvo en el mismísimo instante en el que íbamos a atravesarlas.
Un alarido procedente del interior, que decía la palabra ayuda, con una voz débil y moribunda, una y otra vez.
Para mi solo fue una voz de un cualquiera, pero parece que él si reconocía a aquel dios que pedía auxilio.