Hades

Capítulo 14. El ángel caído.

Hades.

La gente muere a diario. Se van como vinieron, sin pena ni gloria. Estoy harto de ver pasar personas por delante de mí, conocer sus vidas, quienes fueron sus seres queridos, sus sueños, sus miedos. Todo para que un día, fugazmente, todo deje de importar y aquella que parecía una longeva existencia se convierta en ceniza, en cuestión de segundos. 

Estoy acostumbrado a ello. A verlos nacer, verlos vivir y verlos irse. Solo fue una única vez cuando sentí lo que creo que fue pena por uno de ellos, que se marchó demasiado pronto. Luego me aseguré de no volver a sentir lo que sea que fuera aquello jamás. 

Porque al fin y al cabo aquel era mi trabajo. Como si de una oficina se tratase. Como si las personas fueran documentos que hay que organizar, para evitar que se amontonen en un rincón y molesten. No puedes sentir pena por el papeleo. Estaba hecho a la muerte en humanos. 

En humanos. 

Pero no en entes inmortales. Ya que el mismo nombre lo dice. Inmortal. Que no muere. Que permanecerá dando por culo hasta el fin de los días. Inmortales. 

Por eso, cuando vi a Zeus allí tirado, cubierto de sangre como si de un humano se tratase, me extrañó. Me incomodó demasiado. Me sentía mal por él. 

Ya han sido dos veces las que he sentido la pena. Odio ese sentimiento. No sé cómo los mortales conviven así día sí y día también. 

Creo que precisamente por estar tan cerca de una mortal sentía de nuevo. 

—Las vueltas que da la vida son tan misteriosas como tú siempre lo fuiste. ¿No crees, hermano? 

Aquel dios de cabello rubio y barba del mismo color, ojos verdosos y mirada compasiva, la cual solía ser la más despiadada que hubiera visto, me miraba suplicando mi ayuda; al mismo tiempo que aquella que era medio humana, me miraba subliminalmente, suplicando lo mismo, que lo salvara. Pero no sabía cómo, y tampoco me importaba. 

Ignorándolos, miré la sala en la que se encontraba. Había grietas por aquí y por allá, que aún no se habían exteriorizado pero que sería cuestión de tiempo. Ventanas rotas, la lámpara del techo en la que cientos de diamantes estaban posados como si fueran gotas de agua, estaba destrozada a sus pies. Una estatua del mismísimo dios que se encontraba rendido en aquel suelo estaba hecha añicos, seguramente fruto de un choque entre su propio cuerpo y la piedra. 

—¿Quién ha hecho esto? 

No me importaba lo más mínimo su bienestar. La pena se había ido como llegó, rápido. Pero me importaba que yo fuera el siguiente. Porque aquel tipo, todo lo que tenía de imbécil lo tenía de fuerte. Y era muy imbécil. Por lo que me preocupaba que, si habían podido con él de esa manera, ¿qué me dice que no podrán conmigo? 

—Han... Hecho algo... —dijo mientras agonizaba, mientras la sangre subía por su garganta y aquello lo asfixiaba. Aquello que acabaría con su vida de un momento a otro. Estaba sufriendo mucho. 

Puse los ojos en blanco. 

—¿Puedes especificar más, por favor? Antes de que la palmes y nos quedemos sin saber lo ocurrido, si puede ser. 

Escuché un: ¡Hades! Por lo bajo, procedente de una humana que se situaba a mi izquierda y que sentía demasiada compasión por alguien que jamás sintió nada parecido por otros. 

—Alguien... —cerró los ojos, tomó el poquísimo aire que pudo reunir en sus pulmones moribundos y continuó— sabe cómo... matarnos. Quiere... acabar con nosotros... con... Olimpo. 

—Un nombre, hermano. Un nombre —le dije, con una mueca que dejaba ver una mezcla de asco por la persona que es y asco por la sangre que escupía y que brotaba de sus heridas. 

Estaba muy mal. Se iba. Le quedaba poco de vida. 

Una felicidad me arrolló por completo. Sonreí fugazmente. 

Luego me corregí para no llevarme otra bronca de la humana a mi izquierda. 

—No... te fíes... de tu... 

Y antes de que terminara la frase, lo que creo que fue su último aliento salió de sus labios, junto con sus últimas palabras. Cerró los ojos despacio. Me acerqué a él dejando caer mi dedo índice junto con el central en su yugular, para comprobar que no tenía pulso. Justo después reposé mi mano bajo su nariz para darme cuenta de que tampoco respiraba. 

—¿Por qué siempre tienes que jodernos de todas las formas posibles? 

Le golpeé con las palmas de mis manos, tumbándolo completamente. 

—¿Qué dices? 

—No tiene otro momento para morirse que antes de decirnos quien ha sido. Parece que lo hace a propósito. 

Miré a Layla. Estaba con las cejas elevadas.  

—Perdón —susurré. 

Ignoró la situación anterior, para dirigir su atención y la mía al problema más grave que teníamos. 

—Hades. Alguien quiere mataros. Quién. Por qué. Piensa. 

Já. Que graciosa. Piensa, decía. 

Si supiera que hemos jodido a tanta gente que ni puedo recordar al uno por ciento de los afectados, no diría esa tontería. Sería una locura tratar de memorizar a todos y cada uno de los que he podido fastidiar alguna vez, y mucho menos averiguar cuáles fueron las víctimas de los demás, porque igual que pudo ser alguien que la tiene tomada conmigo, puede ser alguien que la tiene tomada con alguno de ellos. 

Que no recaiga la culpa de todo siempre en mí. 

Al menos no sin pruebas. 

—Será una larga búsqueda. Muy larga. 

La chica de ojos claros se acercó a mí, me sujetó del brazo y me forzó a que nos miráramos a los ojos. 

Adoraba su mirada, pero no en especial la que me estaba lanzando ahora mismo. 

—¿Sabes lo que se me viene a la cabeza cuando escucho “larga búsqueda”? —preguntó, enfatizando en las últimas palabras. 

—Pues no. Ni me lo imagino. Me tienes intrigado —dije con ironía. 

—Lo que escucho es mucho tiempo. Tiempo que no tenemos. Vendrán a por ti en cualquier momento. Piensa. 

—No se trata de “pensar” en quien ha podido hacerlo. Se trata de seguir pistas hasta llegar al responsable. Entiéndelo de una vez. 




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