Hagamos un trato

Introducción

“El trato era que nos miráramos cuando nadie nos pudiera ver
Que nos amaramos tú y yo al amanecer
Y nos perdiéramos en el agua aunque no tuviéramos sed”

Alejandro Sanz – El trato

 

Hoy amaneció lluvioso, este invierno está siendo más húmedo que otros, llovizna todo el tiempo, como si el cielo llorase todo lo que yo no he podido llorar.

Es temprano, son cerca de las seis de la mañana. Mi teléfono vibra al lado de mi cama, pero no tengo ganas de revisarlo, no tengo ganas de responder los mensajes de feliz cumpleaños que me están llegando desde anoche. De hecho, puse en silencio el celular cerca de las doce para no tener que lidiar con esto.

Este cumpleaños no tiene nada de feliz, han pasado casi seis meses desde que mamá murió y nunca en la vida me he sentido tan sola. Por unos meses pensé que no sería así, pero ha sido peor. Las rutinas son tan tediosas cuando las vivimos todos los días, pero entonces de un momento a otro nos comienzan a faltar, y ahí es cuando nos percatamos del vacío que nos dejan.

Hoy cumplo veintidós años, parecen mucho, o quizá muy poco. Todo depende del cristal con que lo mires, pero a mí se me hacen un montón. Desde la enfermedad de mamá he envejecido bastante, y aunque no se vea en mi piel, se siente en mi alma.

Aún en pijamas me levanto, camino hasta la ventana y observo a través de ella. La casa de enfrente está igual que siempre, por un minuto imagino que él aparecerá, saldrá corriendo de su casa, saltará la pequeña verja que nos separa y golpeará mi ventana. En sus manos traerá una tarjeta, una que hizo él mismo, y me regalará alguna cosa sin sentido. Nada útil, pero algo siempre mágico. Un lápiz, una piedra pintada por sus propias manos, un arete sin par, una golosina.

Sonrío. Cierro los ojos y lo veo, su sonrisa iluminaría el día lluvioso al otro lado del vidrio y yo le abriría la ventana y lo regañaría por salir así bajo la lluvia.

—¡Vas a pescarte un resfriado! —le diría, pero en el fondo estaría feliz de verlo.

Entonces, mamá me llamaría para desayunar. Él y yo bajaríamos como si nada, mamá rodaría los ojos en señal de rendirse a intentar que él ingresara por la puerta, pero le daría la bienvenida. El pastel de naranja recién horneado y cubierto con merengue y confites de colores, llenaría la habitación con el aroma a mi cumpleaños. Nos sentaríamos a la mesa los cuatro: mamá, papá, él y yo, y todos me cantarían cumpleaños feliz, antes de darme un abrazo, un beso , decirme que me aman y me desean muchas bendiciones.

Luego papá saldría a trabajar, mamá nos diría que salgamos a jugar, que no nos quedemos en la habitación —porque papá no quiere— y nosotros no le haríamos caso. Entraría a darme un baño, mientras él ayuda a mamá a recoger las cosas de la cocina, y luego subiría junto a mí. Nos sentaríamos a los pies de mi cama, y haríamos un nuevo trato.

Hemos hecho un trato desde que nos conocimos, en cada día de mi cumpleaños. ¿Cómo empezó eso? No lo sé, supongo que el día en que nos conocimos. Hoy hace exactamente catorce años. Y los tratos han sido desde importantes, interesantes o simplemente ridículos, pero siempre eran divertidos.

Pero este año no es igual, él no ha cumplido el trato que habíamos hecho. Y además de eso, hoy no hay torta de naranja, hoy no hay quién me cante cumpleaños ni quien me dé ese abrazo materno, hoy no hay quien me mire a los ojos cuando papá se va al trabajo y me diga.

—Feliz día, hija, hoy puedes elegir qué clase de año será este. Hoy puedes elegir ser feliz.

Sonrío con tristeza.

—¿Cómo puedo elegir ser feliz si ya no estás conmigo?

Pregunto al aire.

Alguien golpea la puerta con timidez, es papá. Lo sé.

Abro la puerta y lo encuentro allí, tiene una torta quemada en las manos y sus ojos rojos de tanto llorar. Mi corazón termina de romperse y alejo el plato de sus manos antes de abrazarlo.

—Lo siento, hija, lo he intentado —susurra.

—Te amo, papá, eres todo lo que tengo, necesito que superemos esto juntos… —suplico.

Él no responde, desde que mamá se ha ido la soledad lo ha tragado. A veces tenemos buenos momentos de charlas interesantes y profundas, pero en la mayoría del tiempo, él está sumido en sus recuerdos.

—Lo siento… —susurra rendido.

—Papá —digo y lo miro con una sonrisa—. Hagamos un trato —añado.

Él no tiene idea de lo feliz que me hace poder recordar esta tradición, aunque fuera con otra persona. Supongo que ve la chispa en mis ojos y me regala una dulce sonrisa.

—¿Qué dices? —inquiere.

—Hagamos un trato, tú y yo —digo y él se sienta en mi cama desordenada.

Está dispuesto a escuchar lo que tengo que decirle, así que continúo.

—Yo te necesito a ti y tú me necesitas a mí, mamá no está aquí con nosotros, pero ella no se ha ido, está en nuestros corazones, papá. A ella no le gustaría verte así. ¿No la escuchas? Yo puedo imaginarla regañándote por no bañarte ni afeitarte, la puedo imaginar persiguiéndote hasta el baño con el palo de escoba.

Papá ríe ante la imagen y yo también lo hago

—Tenemos que salir de esta, papá, tenemos que hacerlo juntos —pido y él suspira.

Por un leve instante recuerdo el último pedido de mamá y entiendo que es hora.

—Pero ¿cómo? —inquiere mi papá con desesperación.

No puedo compararme con él, yo he perdido a mi mejor amigo, al amor de mi vida, pero no se ha muerto, solo ha salido de mi vida. Y aun así duele como nada. ¿Qué puedo esperar de alguien a quien se le ha muerto su otra mitad y que sabe que ya no la volverá a ver? Ella es el amor de su vida desde hace más de treinta años.

Me siento en la cama y tomo su mano.

—Como regalo de cumpleaños quiero que hagamos un trato —susurro—, la señora Gómez te ha invitado al grupo de ayuda para personas a quienes se les ha muerto un ser querido, creo que es hora que vayas, papá.




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