8 años
—Ya Lucía, no llores. No es para tanto.
Aunque sí que es para tanto.
Lucía lloraba porque no se sabía la tabla del siete y la maestra nos tomaría un examen mañana. No hace falta aclarar que ella no se sabía las tablas, pero al menos tenía un plan para hacerlo. Cosa que a mí me faltaba.
—Mi mamá me dijo que me quitaría mis muñecas si no me la aprendía —dijo entrecortadamente, mientras más lágrimas caían por sus ojos.
Ahora entiendo por qué llora. Yo haría lo mismo.
Vamos, Olivia. Piensa, piensa, piensa...
—¡Tengo la solución perfecta! — exclamé, sintiéndome una completa genia.
Tenía ocho años y una mente brillante... o eso me había dicho mi mamá.
—¿Cuál?
—Tú me enseñas "tu forma especial" de aprender la tabla, y yo le digo a tu mamá que sí te la sabes.
Ella me miró confundida, pero cuando le prometí no contarle a nadie, aceptó.
—¿Y tú qué ganas? —me preguntó, desconfiando un poco de mi.
¿Qué me gustaría tener?
Tiene que ser algo importante, que no se consiga tan fácilmente.
¡Lo tengo!
—Tu postre del almuerzo por una semana.
Soy una genio.
—Trato hecho.
Lucía y yo cerramos nuestro trato con un apretón de manos.
Esa misma tarde le dije a la mamá de Lucía que ella se sabía las tablas al derecho y al revés. Y adivinen qué... ¡me creyó!
Todo fue perfecto, hasta el día siguiente, cuando la profesora nos hizo recitar la tabla y las dos dijimos que siete por ocho era cincuenta y cinco.
Reprobamos esa prueba, pero yo igual recibí mi porción extra de postre diario.
De todas formas, yo le había prometido a Lucía que convencería a su mamá, no a la maestra.
Un trato es un trato.
Editado: 19.11.2025