Olivia
Los lunes son un invento del demonio.
Y el primer día de clases, su castigo personal.
—¡Digan: "¡Primer día de clases!" —grita mi papá.
—¡Primer día de clases! —imitan las gemelas a todo pulmón, reventando mis tímpanos y agotando la poca paciencia que me quedaba.
Odio los primeros días de clases. Siempre los odié y probablemente seguiré haciéndolo. Las clases siempre comienzan los lunes, y como si eso no fuera suficiente tortura, todo el mundo sale más temprano de casa, provocando el peor tráfico en la ciudad.
Aparte, todos los años mi familia insiste en capturar mi cara de sueño “para el recuerdo”.
Un recuerdo que nadie pidió.
—¿Tenemos que hacer esto todos los años? —inquiero mientras bostezo—. Ya es suficiente tortura levantarme los lunes a las siete de la mañana como para aguantar esto.
—¡Es tradición! —exclama mi mamá, saliendo de la cocina con una expresión divertida. Carga dos pequeñas maletas de unicornios—. Podrías enseñarles todas esas fotos a tus hijos dentro de unos diez años. ¿No te gustaría?
Mamá parece feliz. Cabello recogido, sonrisa enorme, energía para dar y regalar Ella tendría que enseñarme a cómo ser feliz un lunes por la mañana.
Definitivamente tiene que darme sus tips, porque con todo lo que hizo, yo solo tendría ojeras. Dos, bien marcadas.
—Sinceramente, preferiría quemarlas todas antes de torturar a mis hijos de esa forma.
Subo las escaleras, escuchando la risa de mamá, y me dirijo a mi habitación para recoger mi bolso e irme de una vez por todas.
Estudio Psicología y voy en cuarto año. Mi pasión empezó a los catorce, cuando una amiga sufrió su primer desilusión amorosa y vino a mí en busca de consuelo. Y lo hice.
Bueno, funcionó... un poco.
Las adolescentes no toman con seriedad las lecciones.
Pero me encantó ayudar. Entender cómo piensa la gente, por qué actúa así, cómo reacciona. Todo sobre el ser humano me fascina.
Psicología siempre fue la carrera perfecta para mí.
Y no me equivoqué.
Amo lo que estudio. Aunque desearía que las clases empezaran a las diez y no a las ocho.
—¡Yo sí quiero tomarles muchas fotos a mis hijos! Incluso les dejaré notitas, como hace mamá con nosotras —grita Melody desde el primer piso, antes de subir corriendo con sus dos colitas rebotando.
—¡Yo igual! —le sigue Emily.
Mis hermanas son todo lo contrario a mí: tiernas, madrugadoras, sonrientes. Llegaron a nuestras vidas cuando yo tenía once años. Aunque me saquen de quicio, las amo.
Melody y Emily tienen nueve años y son casi idénticas: piel blanca como porcelana, cabello largo y lacio, ojos verdes con destellos marrones. Son altas para su edad, lo cual me genera cierta envidia, ya que yo empecé a crecer recién a los trece.
Todo el mundo las adora, incluidas las profesoras de su colegio —las mismas que me enseñaron a mí—, quienes no dejan de recordarme que mis hermanitas se portan mucho mejor de lo que yo lo hacía.
Yo, al igual que ellas, tengo el mismo color de piel, ojos y cabello, aunque el mío no es tan lacio. Las tres somos bastante parecidas, por lo que nadie podría dudar que somos hermanas.
—Hija, ¿quieres que te lleve a la universidad o irás sola? —pregunta papá, asomándose por la puerta de mi habitación.
—Me voy sola. Estoy a tiempo para tomar el bus —respondo, tomando mi bolso.
—No te olvides de mandarme un mensaje, Oli —dice mamá, cuando aparezco en la cocina—. No quiero estar preocupada mientras espero.
Papá aparece para envolver a mi madre en sus brazos y espera pacientemente a que ella termine de actuar como una madre oso.
Mis padres son el típico amor que alguien esperaría tener de grande: veinte años de casados y sin planes de divorcio.
Se conocieron cuando mamá, junto a sus amigas, organizaron una fiesta que se salió de control. Los vecinos llamaron a la policía por el ruido, y el oficial que llegó fue mi papá, en su primer día de trabajo.
Amor a primera vista, según ellos.
Después de eso, papá volvió al terminar su turno y la invitó a salir. Se enamoraron, se casaron y nos tuvieron a nosotras.
Fin del la historia.
—Me puse un recordatorio para mandarte mensaje todos los días, así que no habrá problema —le sonrío a mamá—. Será mejor que me vaya, odio llegar tarde.
—Cuídate mucho, cariño. Nos vemos en la tarde.
—Claro. ¡Adiós! —grito.
—¡Diviértete! —responden los dos al unísono.
Sí, claro.
Salgo de casa rumbo a la parada del bus con Don't Stop Me Now sonando a todo volumen por mis audífonos.
Todo iba bien.
Esto habría sido un comienzo tranquilo... si no fuera porque la lluvia de ayer dejó un enorme charco en la pista, y un auto que pasaba demasiado cerca decidió salpicarme de pies a cabeza.
Miro mi ropa manchada mientras escucho las disculpas del chico que iba manejando.
Con esto doy oficialmente iniciado un nuevo año universitario.
Felices Juegos del Hambre para mí, y que la suerte esté de mi lado.
O al menos, que lo intente.
Editado: 02.11.2025