Sebastián
—Te lo iba a contar, pero no sabía cómo —es lo primero que digo. Cuando Erik me escucha, levanta la cabeza en mi dirección.
Ser gay en una sociedad intolerante es lo peor que le puede pasar a alguien.
Las personas que optamos por una orientación diferente a la “tradicional”, por decirlo así, estamos expuestas al rechazo, a los insultos, e incluso a la violencia. En muchos casos, a la muerte.
Siempre tuve miedo.
Miedo de decirle a mi familia que me gustan los chicos, miedo de que me dieran la espalda, miedo de decepcionarlos.
Y ahora estoy aquí, sentado en un parque, al lado de una de las personas que me prometió apoyo incondicional desde que llegué a su casa, temiendo que haya dejado de cumplir esa promesa.
Desde que llegamos, Erik no ha dejado de hacerme preguntas:
¿Cuándo pasó esto?
¿Cuánto tiempo llevas mintiéndonos?
¿Por qué nunca dijiste la verdad?
¿Por qué no confiaste en nosotros?
¿Por qué no confiaste en mí?
Su bombardeo me dejó desconcertado.
No esperaba preguntas. Esperaba un “no quiero verte más, Sebastián”. Pero me equivoqué.
“Yo no soy ese tipo de personas, Sebas”, me dijo. Y tiene razón. Erik no es ese tipo de persona. Pero tampoco es de los que se toman una noticia así a la ligera. Por eso temía tanto este momento.
—Acepté que era gay a los catorce años, aunque en el fondo siempre lo supe —confieso—. Siempre supe que era diferente al resto, que no era… normal.
—No digas eso, Sebastián —me interrumpe—. Ser gay no te hace anormal. Además, ¿quién define lo que es normal? Eres un ser humano. Ninguno de nosotros debería etiquetar a otro como “normal” o “anormal”. ¿Me escuchas?
—Sabes a lo que me refiero —respondo—. Sé que los tiempos han cambiado, pero la gente intolerante sigue existiendo. Los he visto en la universidad, en el supermercado, en los restaurantes… Para ellos, nosotros no somos personas normales.
Erik se pasa ambas manos por la cara, exasperado.
—No dejes que la gente conservadora de la sociedad te hagan minimizarte —dice, señalándome—. Lo último que debería importarte es lo que piensen los demás.
Sus facciones se suavizan. Sus ojos me miran con una tristeza profunda.
—En la vida vas a cruzarte con mucha gente ignorante, capaz de dañar a quien no piensa o actúa como ellos. Pero mándalos a rodar.
»¿Quiénes son ellos para juzgarte? —me mira fijo, esperando una respuesta. No la doy—. Lo único que debe importarte es la opinión de quienes te quieren: tus amigos, tu familia. Si alguno de ellos no te acepta tal como eres… al diablo con ellos.
—Mis tíos me van a odiar. Los he defraudado —confieso, porque ese es mi mayor temor.
—Nadie te va a odiar, Sebas. Te aman demasiado como para hacerlo. No has defraudado a nadie. Estoy seguro de que, seas quien seas, ellos estarán orgullosos. Criaron a un chico con buenos sentimientos, incapaz de lastimar a nadie, y eso no cambia.
»Te amamos, Sebas —recalca—. Estamos orgullosos de ti. Y estoy seguro de que tus padres también lo están.
Siento cómo el corazón se me comprime. Las palabras se me atascan en la garganta y los ojos me arden.
Erik se acerca y me abraza. Uno de esos abrazos que solía darme cuando era niño y lloraba por la pérdida de mis padres.
Me dice que todo estará bien, que no estoy solo.
No suelo hablar de mis padres. La última vez que lo hice fue con Olivia, porque necesitaba que entendiera un poco mi historia. Pero no es un tema que me guste tocar.
Tal vez por eso nunca he tenido muchos amigos: porque, tarde o temprano, tendría que contarles que mis padres murieron, y ya estoy cansado de la misma reacción.
La gente te escucha, se disculpa, te abraza… y siente lástima.
Y es horrible.
No quiero lástima. Por eso nunca hablo del tema.
Mis tíos me lo hicieron fácil. Desde que llegué, me trataron con amor, como a un hijo más. Gracias a ellos, podía imaginar por un momento que mis padres seguían ahí, que Hilda y Ramiro siempre fueron mamá y papá.
Pero, por más que lo intentara, no podía olvidar que todo era solo eso: una ilusión.
Erik, en cambio, fue distinto.
Él fue el hermano mayor que necesitaba. El único que no me miró con lástima, sino con comprensión. El que entendió que no necesitaba que me recordaran cómo fue el accidente.
Fue el único que se acercó a decirme: “oye, vamos a jugar”, cuando todos los demás esperaban verme llorar.
Erik siempre me cuidó a su manera. También era un niño, pero se esforzaba por ser mi refugio.
Era quien me obligaba a jugar después de una pesadilla, aun sabiendo que mi tía lo regañaría.
El que me defendía de los niños que me molestaban por ser huérfano.
El que se sentaba conmigo en los recreos, sin importarle que sus amigos lo juzgaran por pasar el tiempo con alguien menor.
Erik siempre fue mi aliado, mi mejor amigo… mi hermano.
Por eso entiendo su tristeza. Esperaba que, después de todo lo que vivimos, yo confiara en él lo suficiente como para contarle la verdad.
Cuando el abrazo termina, me aparto y me paso las manos por la cara, tratando de borrar el rastro de lágrimas.
—Lo siento, Erik. Nunca quise mentirles, pero entiende que no es fácil para mí.
Editado: 02.11.2025