Olivia
Un año atrás.
Lo peor que le puede pasar a una persona engañada es presenciar el gran acto final de su historia de amor. Ver cómo la persona que amabas con todo tu ser no era realmente quien imaginabas y sentir cómo toda la confianza que depositaste se desmorona de un solo golpe al descubrir la verdad.
Recuerdo que el día en que vi a Zack y a Pamela enrollándose en mi cocina casi me da un infarto. Al principio quise creer que lo que veía era una pesadilla, que no estaba despierta, que ellos no me habían hecho una fiesta sorpresa solo para, en el momento en que estuviera tan borracha que ni recordara mi nombre, escabullirse juntos a la cocina a seguir viéndome la cara de estúpida.
La imagen que tenía de Zack se desmoronó en cinco segundos. La de Pamela… ni hablar.
A Emilia le pasó algo parecido. Hasta ahora, solo me ha contado que el amor de su vida le fue infiel con una chica de esta misma universidad, aunque no sabe quién es. Los descubrió esta mañana, así que puedo imaginar cómo se siente.
Para darle un poco de valor, le conté lo que me pasó hace dos meses. Le dije cada detalle de lo que ocurrió esa noche en mi cumpleaños, incluso cómo Zack terminó con una patada y Pamela se fue a su casa con el cabello mojado y la ropa chorreando.
Lloré con ella mientras le confesaba que, a pesar de todo, todavía lo amaba. Que sentía como si me hubieran arrancado el corazón para dárselo de comer a los perros. Que a veces me costaba levantarme de la cama y fingir que todo estaba bien, y lo culpable que me sentía por seguir llorando por un tipo que no merecía ni mis lágrimas.
Emilia escuchó cada palabra sin interrumpirme. Tal vez entendía que, cuando el dolor todavía está fresco, es mejor callar que tratar de consolar.
—Nunca lo pensé de ellos —murmuré, sorbiéndome la nariz. No sé cuánto tiempo llevábamos encerradas en ese baño, solo que ya había hablado demasiado—. Pero bueno, creo que ya hablé mucho. ¿Quieres contarme lo que pasó hoy?
Emilia vaciló un poco antes de responder.
—El hombre con el que estaba se llama Octavio Díaz. Trabaja aquí, en la universidad, y la chica con la que me engañó es una alumna.
¿Octavio Díaz?
¿Octavio… Díaz?
¿Será el Octavio Díaz que imagino?
No puede ser.
—De casualidad, ¿no es profesor de matemáticas? —pregunté.
Emilia me miró aterrorizada.
—¿Lo conoces?
—Creo que sí. Es mi profesor. Voy muy mal en su curso.
Pero eso no tenía sentido. Mi profesor era casado. Siempre hablaba de su esposa en clase.
—Conocí a Octavio mucho antes de estudiar aquí —continuó Emilia—. Ni siquiera sabía que era profesor. Fue una gran coincidencia encontrarnos en los pasillos.
—¿Sabes que está casado, verdad? —pregunté con cautela.
Emilia bajó la mirada. Una lágrima rodó por su mejilla y cayó sobre las baldosas del baño.
—Sí —susurró—. Me enteré hace poco. Él mismo me lo contó. Dijo que llevaba años intentando separarse, pero no podía hacerlo porque su esposa tenía problemas psicológicos —sus ojos, llenos de dolor, se alzaron hacia mí—. Me prometió que le pediría el divorcio por mí, que solo necesitaba tiempo para poder hacer pública nuestra relación. Y ahora… veo que me mintió —soltó una risa amarga y miró al techo—. No sé si sentir pena por mí o por la pobre ingenua que está seduciendo en este momento.
“Y su esposa. Ella es la más perjudicada”, pensé. Pero no dije nada.
Yo, de todas las personas, debería ser la última en justificar una infidelidad, sobre todo si hay un matrimonio de por medio. Entonces, ¿por qué sentía compasión por Emilia?
Quizás porque también había sido engañada. Porque el hombre que amaba le mintió, prometiéndole algo que nunca iba a cumplir.
Después de todo estaba enamorada, ¿no?
—Bueno, ¿no crees que lo mejor sería decirle a su esposa que Octavio la engaña? —sugerí.
—¿Estás loca? Soy la menos indicada para hacerlo —replicó Emilia, mirándome fijamente—. Aunque tal vez a ti sí te escuche. Digo, tú no estuviste con él.
—¿Y qué te hace pensar que la mujer sabe que yo no soy la amante? —inquirí.
—Mierda, tienes razón —suspiró Emilia, escondiendo el rostro entre sus manos antes de levantarse y caminar hacia el lavamanos—. No puedo creer lo estúpida que he sido.
Desde donde estaba, la vi luchar por contener las lágrimas. Me conmovió más de lo que quise admitir.
Así que, como buena especialista en malas ideas, abrí la boca y dije una de las peores cosas que pude haber dicho:
—Podríamos tomarle fotos a Octavio con la nueva chica, enviárselas a su esposa de forma anónima… así sabrá la clase de esposo que tiene.
Emilia me miró, asimilando mis palabras.
—¿Nosotras?
—Sí —afirmé—. Te voy a ayudar en esto.
La chica, que segundos atrás era un mar de lágrimas, me sonrió y me abrazó.
—No puedo creer lo que acabas de decir —ni yo—. Te lo juro, te voy a recompensar.
—No te preocupes, ya es mucho lo que estás pasando —le respondí, aunque no estaba del todo segura.
—Dijiste que Octavio es tu profesor, ¿no? —asentí—. Bueno, hagamos un trato: tú me ayudas a desenmascararlo y, a cambio, yo lo convenzo de que te cambie todas tus notas por unas aprobatorias.
—¿Y cómo piensas hacer eso? —pregunté, alzando una ceja.
Editado: 19.11.2025