Halia

Las mujeres de ceniza

Me senté sobre mi cama, ese libro que Prakash puntualmente me dijo que leyera estaba en mis manos, no era un libro que te llama la atención a la primera, su título es: Cincuenta relatos de una señora el solo nombre no es para nada llamativo ¿Un libro sobre lo que una señora relata? Y ni siquiera dice quién es la señora o qué hace y agregandole a ese aburrido título, un fondo naranja pálido. Un suspiro salió de mí y abrí el libro.

Empecé a leer y leer, los relatos eran aburridos, algunos eran cortos y otros largos pero todos aburridos, trataban de mucho tiempo atrás y la dura vida de la señora en aquél lugar que habitaba a pesar de ser de mucho dinero, cada relato narraba cada uno de sus años.

 

 

No supe en qué momento me quedé dormida pero sí cuando desperté porque sentí una pulsación en mi herida del lado de mi estómago, me puse alerta y de pie pero no había nada.

Hoy no es día de clases así que me senté sobre mi silla y frente a mí puse el libro, aunque sé que es de día y se escucha que afuera las enfermeras limpian los pasillos como todas las mañas temprano, dentro de aquí casi no hay luz más que mi pequeña lámpara de mi mesita de noche, la agarré y la prendí, seguí leyendo aquel libro de nuevo, no entendía qué sentido tenía leer eso. Mi frustración me hizo que me desesperara y no muy inteligente de mi parte aventé el libro contra la pared frente a mí y me golpeó de vuelta pero eso me despertó. Me senté mejor en mi silla y vi que el libro quedó abierto pero eso no era todo, las hojas contra la luz se veían marcadas como con lápiz, pero no se entendía bien, eso me hizo que revisara las páginas y cuando llegué al final vi que venía escrito algo con tinta muy poco visible en las últimas páginas que están en blanco o eso parecía ayer por la noche.

La historia se nombraba Las mujeres de ceniza y esta decía así:

Las Mujeres de Ceniza.

Reina era una chica amada por su madre y hermanos, no se podía decir lo mismo de su padre, aquél que solo quería a los niños que su esposa paría.

Aún con eso, su madre Ana, se encargaba de darle mucho amor como a cada uno de sus hijos, pero Reina tenía algo especial, una enfermedad de la cuál no sabían nada.

Su cabaña a las afueras del pueblo los alejaban de miradas y preguntas innecesarias, como cuando le preguntaban a su madre Ana, por qué no volvían a llevar a Reina a la ciudad a revisión.

Todos ignoraban lo que solo Ana sabía, Reina tenía una enfermedad terminal y nunca llegaría a ser adulta.

Todos los días por la mañana, Ana se despertaba y hacía los quehaceres de la casa y buscaba en su patio plantas para hacer infusiones para sus once hijos. No era fácil, aunque Ana lavaba ajeno y caminaba por horas para hacer aquello y limpiar deshechos de animales, los pocos centavos que juntaba no le ajustaban, ya que su esposo se los quitaba en cuanto sabía que ella tenía alguno.

Con todas esas carencias, Ana se preocupaba de que su hija Reina disfrutara de juegos al igual que el resto de sus hijos, pero Reina cada día se sentía más cansada y con menos ganas de moverse. El trabajo de Ana de cuidar de su hija fue más pesado cada vez, ahora tenía que darle de comer en la boca a Reina, bañarla y cuidarla todo el día.

Por las tardes cuando sus hijos salían a jugar y su marido dejaba la casa, Ana se sentaba a contarle cuentos creados por ella misma a Reina, solía acariciarle el cabello mientras Reina escuchaba atentamente cada oración de su madre, siempre guardando dudas para el final.

Reina se preguntaba así misma y a su madre, cuando sería normal como sus hermanos, cuando podría caminar sin cansarse y contar cuentos hasta el cansancio.

La sonrisa de su madre era triste mientras aguantaba las lágrimas, su madre le contestaba que algún día ella podría volar lo más alto que ella pudiera, podría cantar y bailar sin cansarse, comer las frutas mas jugosas y dulces que quisiera, como también estar siempre con ella.

La pequeña quedaba dormida sobre los muslos de su madre mientras ésta le acariciaba.

Y así fue como Reina vivió por diez años, con cuentos de su madre y algunas veces pequeños relatos de ella misma mientras veía a sus hermanos jugar a lo lejos, deseando pronto unirse.

Un día, cuando Reina cumplió sus once años, su familia que vivía en la ciudad llegó a festejarle su cumpleaños, tíos y tías comenzaron a tocar canciones, preparar tarta de fresa y agua fresca para todos, por primera vez Reina veía a todos felices y celebrando por primera vez su cumpleaños, vio que su padre y hermanos radiaban de felicidad y fue cuando Reina comenzó a sentirse mejor, se levantó con la sonrisa más grande y pronunciada que una niña pudiera tener, le dijo a su madre que se sentía bien, que el cansancio había desaparecido y que por fin podía bailar.

Sus tíos y hermanos mayores la recibieron con los brazos abiertos invitándola a bailar con ellos, y así fue, con la sonrisa más grande bailó con toda su familia, abrazó a todos y probó la tarta de fresa, cantó hasta el cansancio y rio al ver que todos le decían que era un maravilloso regalo que ella compartiera con ellos.

Su madre con lágrimas en los ojos de felicidad, veía a su hija por fin ser feliz y cumplir lo que por tantos años anheló.

Después de bailar, cantar y comer, Reina caminó hasta su madre y se sentó a su lado recostándose como siempre en sus muslos.

-Madre, tengo mucho sueño.




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