Halliester Bay Academy (academia para chicos problemáticos)

21. Segundo nombre: desastre.

        Ambas miramos dentro de la olla como si en ella fuéramos a encontrar todas las respuestas a nuestras dudas existenciales. Después Camille me mira, yo a ella y de regreso al líquido rojizo y espeso que bota humo.

         La bolsita transparente ha desaparecido de nuestras vistas, lo que solo puede significar que ya es muy tarde para hacer algo, a menos que se nos antoje perder una mano.

        —Hay que tirar esta mierda —propongo.

        —¡No! —salta Camille.

        La miro.

       —¿Y qué le vamos a decir a papá? —pregunta.

       —Pues no sé, que se puto cayó —susurro.

        —Sí claro, le diremos que a su estofado le salieron patas y que decidió lanzarse de la estufa, ¿una especie de suicidio culinario o qué?

         Ruedo los ojos.

         —¡¿Qué propones entonces?! —sigo murmurando.

        Camille se endereza y toma una bocanada de aire.

         —¿Sabes qué? Hay que dejarlo así —concluye.

         —¿Aja? —levanto las cejas.

         —No me mires así ¿ok? —pide—, ¿qué es lo peor que podría pasar? ¿Que alucinen un rato?

         Se encoje de hombros, restándole importancia.

         —Pues yo que sé ¡Nunca me he drogado! Como tú comprenderás —le aclaro—, si ellos se comen esto y solo van a alucinar por un rato entonces no pasa nada, igual y hasta les cae bien. Janna necesita una movidita de culo, después de todo.

          —Sí —Camille se ríe nerviosa.

         Poco a poco esa risita suya va disminuyendo hasta que se vuelve un suspiro y seguido se muerde ligeramente el labio pintado de rojo intenso.

         —Pues larguémonos de aquí antes de que nos vean —doy una zancada hasta el otro lado de la meseta.

         —Es que... —empieza ella.

        —¿Es que qué?

        —También podrían... morir.

       Me paro en seco y la observo tranquilamente mientras busco otra alternativa que no sea brincarle encima y hacerla parte de la comida.

         Suelto un suspiro mientras me masajeo el tabique.

         —A ver, tú, anormal ¿Cómo que pueden morir? —finjo paciencia.

        —Pues es que...a ver —se rasca detrás del cuello—, estas cosas en cantidades mínimas son una maravilla, pero si se te va la mano te puedes intoxicar y morir ¿sabes?

        —No, Camille, no sé.

         Ella suelta el aire entre los dientes

        —Piensa en algo antes de que te asesine —le doy una intimidante sonrisa con todos mis dientes mientras intento apuñalarla con mis poderes psíquicos—, acabo de volver del puto manicomio, debo encontrar una manera de convencer a Janna y que me deje volver aquí; y no sé, llámame loca, pero no creo que drogarla a ella y a toda la familia sea precisamente una buena forma de comenzar.

         Niega con la cabeza y se vuelve a encoger de hombros.

         —Mira, esta es la cosa, o tiramos esto y tu papá nos mata o no lo tiramos, todos ellos mueren en la mesa y nosotras terminamos en la cárcel de por vida —me acerco a ella y la tomo de los brazos, meneándola un poco—, esto hay que tirarlo o estaremos metidas en un lio.

         Camille parece un poco perdida pero después asiente decidida y yo hago lo mismo.

        Nos colocamos un guante de cocina cada una, apagamos el fuego y sostenemos la gran cacerola con bastante esfuerzo, arrastrándola hacia el borde del lavaplatos.

         —¿Lista? —murmuro.

         Camille traga saliva pero vuelve a confirmar con la cabeza.

         —Bien.

         Apenas se derrama una gota cuando unos pasos suenan detrás de nosotras.

        —¿Qué pasa, chicas?

         Camille es la primera en soltar la cacerola y darse la vuelta, mientras que yo hago malabares para que la cosa no se me derrame encima.

        —Papá —balbucea Camille, con la peor sonrisa fingida que he visto.

         Me doy la vuelta muy despacio y me saco el guante por igual.

         Los ojos verdes del tío Conall van de una a la otra. Tiene el cabello rubio perfectamente peinado, tanto que parece tieso como el de un muñeco de colección. Conall Jones: un metro ochenta, cuarenta y tres años, viudo, en muy buena forma, hasta se podría decir que se pone como el vino, como la hermana, empiezo a creer que tienen genes de vampiros.

         Alguien a quien te podrías tirar fácilmente a tus veinticinco, porque es lo suficientemente mayor y rico para darte los lujos y la experiencia que buscas sin que tenga que lucir como tu padre, eso si es estás dispuesta a cargar con Camille haciéndote la vida de cuadritos.

         Extiende una sonrisa de dientes perfectamente alineados y blancos y unas arruguitas se le forman en la comisura de los ojos.

         —¿Ya está listo? —pregunta—, ya vamos a poner la mesa.

        —Escuche tío, lo que pasa es que... —intento comenzar pero de inmediato Camille de la un pellizco.

         —Sí, papá, está todo listo —sonríe ella.

         Camille me toma del brazo y me saca a rastras de la cocina.

        —¿Qué haces, demente? —le pregunto en voz baja mientras me arrastra de camino al salón.

        —Mira JJ, es mejor así —asegura mientras me arrastra por toda la casa—, hay un par de cosas que no te he contado. Me metí en unos líos gordos mientras estuve en el extranjero y...bueno, si me meto en otro problema con papá dejará de pagarme la universidad, ya me lo dijo.

          —¿Y crees que te la seguirá pagando cuando esté muerto? —me quejo en voz baja.

         Una vez cerca de las grandes puertas que dan al comedor, Camille deja de escucharme por completo y echa un vistazo al lugar, yo hago lo mismo por encima de su hombro.

          La familia de mamá no es demasiado grande, pero si lo suficiente como para que podamos llenar una mesa de dieciséis sillas. En la familia de Janna todo el mundo trae la cabeza dorada, lo que siempre hace que Bruce, Camille y yo parezcamos fuera de lugar, como tres piedras entre un montón de lingote de oro. Ah, y Wyatt, aunque a él no lo encuentro en mi rango de visión.




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