Halloween

LA TABLA DE MADERA

LA TABLA MALDITA

El viento nocturno susurraba entre los árboles del parque, acariciando las mejillas de Mateo y Elena mientras caminaban de regreso a casa, entrelazando sus dedos en un gesto de complicidad amorosa. La luna, un disco pálido y solitario, colgaba en el cielo como un testigo indiferente. Fue entonces cuando la luz de una farola parpadeante iluminó un objeto abandonado en un banco de madera una tabla de ouija.

"No es más que una basura, cariño", dijo Mateo, con una sonrisa condescendiente. Pero Elena, impulsada por una curiosidad que más tarde lamentaría, ya la había recogido.

Era un simple rectángulo de madera, más pesado de lo que parecía. Las letras del alfabeto, los números y las palabras "SÍ", "NO" y "ADIÓS" estaban grabados de forma tosca, como si hubieran sido hechos con un cuchillo. El indicador era una lenteja de madera en forma de lágrima con una pequeña ventana de vidrio en el centro. Al tocarla, una sensación de frío antinatural trepó por los dedos de Elena.

"Es antigua", murmuró, pasando el pulgar sobre la superficie áspera y agrietada. "Tiene algo... peculiar".

Mateo se rió, pero el sonido se perdió demasiado rápido en la quietud del parque. "Vamos, será divertido. Un poco de emoción para una noche aburrida".

En el cálido living de su apartamento, con las luces tenues y una taza de té olvidada, la tabla pareció cobrar vida propia. La colocaron sobre la mesa de centro y, con las yemas de los dedos posadas ligeramente sobre la planchette, comenzaron la sesión.

"¿Hay alguien aquí?", preguntó Elena, su voz un hilo de sonido en la habitación silenciosa.

Al principio, nada. Luego, un temblor. Un movimiento espasmódico que los tomó por sorpresa. La lenteja de madera se deslizó con una fuerza que no era la de ellos, deteniéndose con una precisión inquietante en la palabra "SÍ".

La emoción inicial se transformó rápidamente en un cosquilleo . Mateo, intentando mantener la calma, preguntó: "¿Quién está con nosotros?".

La planchette se movió de nuevo, deletreando una sola palabra con una velocidad perturbadora: V-I-S-I-T-A.

"¿Visita? ¿Qué visita?", inquirió Elena, su voz un poco más aguda.

La tabla respondió: I-N-E-S-P-E-R-A-D-A. L-L-E-G-A-R-Á. A-N-O-C-H-E-C-E-R.

Un silencio pesante se instaló en la habitación. Fue entonces cuando ambos notaron el absoluto mutismo que reinaba fuera. El constante tráfico de la ciudad, el lejano ladrido de un perro, el susurro del viento... todo había cesado. Era un vacío acústico tan profundo que podían oír el latido de sus propios corazones. Una sensación de soledad absoluta, de un abandono cósmico, se filtró en el aire, espeso como la miel. Y entonces, desde esa nada, comenzaron a surgir sonidos: el chasquido seco de un insecto, el aullido lejano de un lobo que no debería existir, el crujido de ramas justo fuera de la ventana. Sonidos que no pertenecían a su mundo urbano.

Y entonces, sonaron los golpes.

Tres impactos nítidos y resonantes en la puerta de madera, que cortaron la tensión como un cuchillo.

Mateo se levantó, el rostro pálido. Cruzó la habitación con pasos cautelosos y se asomó por la mirilla. Su cuerpo se tensó de inmediato.

"No hay nadie", susurró, pero su mirada estaba fija en algo más abajo. "Pero... hay un coche. Justo enfrente. Está... ardiendo en llamas".

Elena se acercó tambaleante. Por la estrecha rendija bajo la puerta, un resplandor naranja siniestro bailaba y se retorcía, proyectando sombras demoníacas en el suelo de su recibidor. No había calor, solo esa luz fría y mortecina.

Y entonces, una voz. Dulce, familiar, pero teñida de una estática espeluznante, como una radio mal sintonizada, surgió del otro lado de la puerta.

"Amor... ábreme la puerta. Soy yo, Samantha".

El corazón de Mateo se detuvo. Samantha. Su exnovia. La chica con la que había quedado esa noche, hace dos años, y que nunca llegó. La que murió en un accidente de coche, cuyo vehículo quedó reducido a una carcasa carbonizada.

"Ábreme, Mateo. No pude llegar a nuestra cita... tuve un accidente. Pero ya estoy aquí".

La voz sonaba cerca, justo al otro lado de la madera. Mateo, temblando como un junco, encontró la fuerza para gritar: "¡Aléjate, Samantha! ¡Tú estás muerta! ¡El accidente fue hace dos años!".

Un sollozo desgarrador, falso y exagerado, les llegó desde fuera. "¿Por qué no me dejas entrar, amor? Tengo frío...".

En ese momento, sobre la mesa, la planchette de la tabla de ouija cobró vida propia. Se movió violentamente, sin que nadie la tocara, golpeando la madera con un clic-clic-clic frenético. Se detuvo en un mensaje claro y terrible: N-O A-B-R-A-N. A-L-G-U-I-E-N V-I-E-N-E P-O-R L-A T-A-B-L-A.

El aire en el apartamento se espesó de repente, enfriándose drásticamente. Una neblina lúgubre, gris y olía a tierra húmeda y cenizas, comenzó a filtrarse por las rendijas de las ventanas y bajo la puerta, envolviendo los muebles en sus garras etéreas. Las luces parpadearon y murieron, sumiéndolos en una penumbra apenas rota por el resplandor fantasmal del coche en llamas.

Entonces, un nuevo sonido surgió de la niebla. Un tintineo metálico, lento y ritual. Tintin... tintin... tintin. Se acercaba a la puerta.

Los golpes que siguieron no fueron los de una mujer desesperada. Fueron pesados, firmes, hechos por unos nudillos que parecían de piedra. La puerta misma tembló en su marco, y la madera crujió bajo la presión.

Una voz, grave, serena y antigua, cortó la niebla como una navaja. "Abran. Entréguenme la tabla. Es necesario".

A través de la mirilla, Mateo vio una figura alta y delgada, envuelta en una túnica oscura y rasgada. Un capucho ocultaba su rostro, pero desde sus profundidades no se veía nada, solo una oscuridad más absoluta que la noche. En una mano, larga y esquelética, sostenía un candil de hierro oxidado, del cual emanaba esa neblina una vela encendida. El tintin provenía de una cadena que colgaba de él.



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En el texto hay: fantasmas, halloween, mostruos

Editado: 28.10.2025

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